Ignacio Gracia Noriega
El Camino Francés
De Pambre hasta el Monte del Gozo, desde donde el peregrino ya contempla las torres de la catedral y ve cerca el final de la andadura
Una carretera local desciende desde Pambre hasta Melide entre grandes bosques, sin necesidad de volver a la carretera general. Por abajo viene la gran riada del Camino Francés, que confluye en Coto, enclave de tres bares en una encrucijada. Uno de los establecimientos consigna la condición cosmopolita del lugar: se rotula Los Dos Alemanes. El otro se llama sencillamente La Taberna, y no tiene rótulo. Ante estos establecimientos han hecho un alto, ya tan cerca de la meta, varias docenas de peregrinos. Algunos se han quitado las botas, retorcidas y cubiertas de polvo. Una muchacha dorada por el sol se coloca una tirita en uno de los dedos del pie derecho. Dos jóvenes altísimos, con los cabellos rubios pajizo cortados a cepillo, hacen recuento de sus finanzas en la palma de la mano. Son polacos y, seguramente, católicos. También hay gente dánica, que diría Cunqueiro, de cabellos rubios pálidos, y franceses e italianos, morenos y latinos. Llegan media docena de peregrinos a los que hemos dejado atrás poco antes con un burro gris con sombrero de paja, con dos aberturas para las orejas, que transporta las mochilas. No he podido averiguar su nación, porque enseguida sacan de las mochilas latas de conservas mientras uno de ellos entra en el primer bar (el de los dos alemanes) para salir con un brazado de latas de cerveza, y el burro los contempla gravemente, meditando, tal vez, sobre las cosas raras que hace la especie humana. Se escuchan todas las lenguas, o posiblemente en el Camino se habla una sola lengua universal. Sobre los confesionarios de la catedral de Santiago había letreros que anunciaban las lenguas en que perdonaban los pecados los confesores políglotas: «Pro lingua galilea, pro lingua anglica et germanica, pro lingua hungarica...». Las lenguas sólo constituyen un problema para los políticos oportunistas y sin escrúpulos, que ven en ellas manera de pescar en río revuelto. Entra un italiano en La Taberna a comprar un trozo de empanada, y la dueña, detrás del mostrador, le entiende perfectamente. Con el precio, ahora con el euro, no hay dificultad. En otro tiempo circulaban otras monedas. Las de ley tenían valor tanto en las ferias de Medina del Campo como en las de Nijni-Novgorod, como en las peregrinaciones a Roma o Canterbury. Europa entonces estaba más unida que ahora; no sólo en la moneda, sino en la lengua, porque si hacía falta se echaba mano del latín.
La Taberna de Coto es agradable. Venden quesos, empanadas, frutas, sobre todo, plátanos, buenos para los calambres. El tabernero es un hombre gordo que se mueve con dificultad. Sella las credenciales de los peregrinos con tampón grande y que pesa.
—Tendrá más de doscientos años -me dice, enseñándomelo.
Lo sopeso. Pongamos que tiene cien años. Intenta sonsacarme dándome conversación. No soy peregrino, así que se pregunta qué hago allí. Le digo que vengo de Oviedo y me contesta que tiene un pariente en Asturias que trabaja en autobuses. No sabe precisar dónde. También me dice que es de la tercera edad. Le pregunto los años. Sesenta y cinco, contesta. «No exagere», le digo: «Somos de la quinta». A lo mejor quería saber cuántos años tengo. Nos cobra dos euros por café y una cerveza. Precio de peregrino.
Atravesamos el río Fureles para entrar en Melide, que ya es pleno Camino Francés. Todos los viajeros lo describen como lugar muy animado. Walter Starkie lo encontró en fiestas: «Resonaban los tambores, tocaban las trompetas, las tracas estallaban por todas partes». Yo entro en domingo, y sigue con parecida animación, porque es día de mercado. Por desgracia, los mercados de ahora no se parecen en nada a los de antaño: no digo a los medievales, que debieron de ser magníficos, sino a los de nuestra propia infancia. Han degenerado en baratillos de ropa y venta de productos artesanales elaborados por artesanos con aspecto de modernos de hace cuarenta años; es decir, de «hippies». No huele a embutidos ni a quesos, aunque estamos muy cerca de los quesos de Arzúa. Los bares y sus terrazas están llenos, y frente al mercado, al final de una calle larga, está la capilla de San Pedro, de hermosa portada románica, reconstruida en 1949 con restos de las antiguas iglesias de San Pedro y San Roque. Mi amigo José Alberto Concha, muy erudito en San Roque, me pide que me fije en los sanroques del camino. El más importante de Asturias es el de Tineo. Más no abunda representación iconográfica con el perro y la rodilla lacerada. Quien sí abunda es el propio Santiago, bien matamoros y bien con atavíos de peregrino, encaminándose a su tumba.
Hasta Mellide llegaron los vikingos, que en esta incursión tierra adentro (también alcanzaron Lugo en otra ocasión) mataron de un flechazo en la garganta al obispo Sisnando cuando salió a contenerlos en Fornellos. Los arqueros hiperbóreos eran muy hábiles acertando en la garganta, según afirma Snorri Sturluson. Por este motivo tuvo muralla y una de sus puertas se abría al «camiño dovedo»; de lo que se deduce que por ella entraban los que venían de Ribadeo, después de que el camino se hubiera bifurcado en Sobrado.
Se escucha el habla gallega. A esta pobre gente, con el nacionalismo, la están forzando a hablar en mestizo. Dos chicas, en la barra de un bar, hablan de ordenadores en una noble lengua medieval; lo que desconcierta un poco.
Para salir de la villa le preguntamos por dónde a un peatón que tiene más pluma que un pato, pero nos informa con prontitud y exactitud. Pasamos Riocobo y Boente, y a la izquierda está Castañeda, donde Aymeric Picaud vio a los peregrinos depositando las piedras que transportaban desde Triacastela, de las que se obtenía la cal para las obras de la catedral de Santiago. Según Felipe Torroba Bernaldo de Quirós, «la ruta desde Mellid (antes Melide se escribía así, qué le vamos a hacer) a Arzúa (centenos, ganados, trigo de montaña, quesos, perdices, buenas ferias) está jalonada de severos y acogedores pazos de montaña; piedra gris contra robledales y castañes, agras montesinas en lo alto y prados entre maizales». De este tramo era un feudal turbulento que desvalijaba a los peregrinos y también por estos rumbos se encuentra el pazo de Brandeso, de la «Sonata de otoño» de Valle-Inclán, uno de los relatos más hermosos de las letras españolas de toda época.
La carretera sube entre vegetación y casas hasta Arzúa, que se presenta con la larga calle recta habitual de las poblaciones gallegas de cierto tamaño. Aquí terminan las conexiones de los caminos del Norte y Primitivo, que se inician en Lugo hacia Portomarín, continúan en Palas de Rey por Gundín y en la bifurcación de Sobrado llegan a Melide por toques y, finalmente, también desde Sobrado, a Arzúa. A partir de aquí ya es Camino Francés.
La iglesia parroquial es grande, impersonal, de piedra gris. Detrás se encuentra la capilla de la Magdalena, del hospital del mismo nombre, regido en otro tiempo por agustinos. Llegan varios peregrinos; uno de ellos protesta a su acompañante: «Ya estoy cansado de bocadillos. Hoy voy a comer caliente». Otro grupo sigue a éste; le pregunto a una chica guapa y derrengada de dónde viene. Me contesta que de Barcelona. Largo recorrido.
No sé el motivo, pero siempre que entro en Arzúa es la hora de comer. Lo hacemos en el mesón Venus, un poco oscuro para su nombre luminoso, con grandes fotografías en el bar de pallozas, y de la santa compaña, con sus sábanas y cirios encendidos. Nos sirven caldo gallego, espeso y muy coloreado por el pimentón, de buen sabor, y detrás un honesto bacalao a la gallega. De postre, queso de Arzúa y tarta de Santiago.
Y casi sin darnos cuenta, el camino nos lleva hasta Santiago como agua de un río que fluye caudaloso y tranquilo. Atravesamos el río Brandeso, y luego Burres, Ferreiros, Salceda (que debe ser importante, porque tiene farmacia y conviven en las afueras maizales y eucaliptos), Toxa, Rúa, Pedronzo y Amenal. Por Cimadevilla el camino está en muy malas condiciones. Volvemos a la carretera; al borde, el café-bar Ultreia, cuyo rótulo es de mucha casta jacobea, y enseguida Lavacolla; en sus aguas los peregrinos se daban un lavado, que buena falta les haría. La costumbre debió de haberse perdido, porque ahora Santiago huele mucho a pies.
En San Marcos se sube al Pico Sacro o Monte del Gozo, desde donde se contemplaban las torres de la catedral y el caserío de Compostela, «la excelsa ciudad del Apóstol, repleta de todo tipo de encantos», según Aymeric Picaud. El peregrino que primero avistaba las torres era proclamado rey del grupo. Allí vertían lágrimas de gozo y agradecimiento, y descendían hacia la ciudad dorada bajo el sol de la tarde entonando el tedeum. Ya estaban a un paso de la meta, del sepulcro y de la catedral, una de cuyas puertas se llama precisamente el Pórtico de la Gloria. Hoy todo está tan cambiado que es irreconocible. En Lavacolla hicieron el aeropuerto. Y hago una protesta enérgica: no hay ningún indicador que señale el Monte del Gozo en San Marcos. Le pregunté a una amable celta pecosa, que me contestó que cartel sí hubo, pero lo había comido la maleza.
La Nueva España · 26 septiembre 2010