Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, El primer Camino

Ignacio Gracia Noriega

Las Asturias de Santillana

La siguiente etapa tras Santander es una villa de palacios y piedras armadas, ante todo atmósfera, que, al igual que Venecia y Santiago de Compostela, no es para vivir, sino para ver, respirar y recordar

Desde Santoña, el camino seguía hasta Santander por Meruelo, donde se reunía la Junta de las Siete Villas, Ajo, Langre y el embarcadero de Somo. Santander es una hermosa ciudad, llena de encanto norteño. Como Gijón, tiene mar y, como Oviedo, tiene señorío y elegancia; y, como Oviedo, fue destruida en dos ocasiones: a Oviedo la destruyeron una revolución y una guerra casi seguidas y a Santander, la explosión de un barco cargado de dinamita, el «Machichaco», y un voraz incendio cuyas llamas iluminaron las aguas del Cantábrico una noche de viento del Sur. El nombre de Santander deriva de uno de sus santos patronos, Sancti Emetheri. Alfonso VIII la repobló y dio fuero el año 1187. Su catedral fue construida sobre la antigua abadía de San Celedonio y San Emeterio, en el siglo XIII. La cripta protogótica es una iglesia bajo el templo superior, gótico, de modelo borgoñón, al que se añadió el claustro en el siglo XIV.

Catedral del buen comer es el restaurante Zacarías, en Puerto Chico, un clásico de la gastronomía santanderina, donde Zacarías en persona, reposado y polifacético (promotor, escritor, autor de varios libros gastronómicos y de una novela, viajero, taurófilo -ofrece un menú taurino-, hombre de mundo), es valiosa fuente de información para los clientes y los amigos y su casa, una de las centrales jacobeas del camino al margen de la red de alberguerías, ya que es la sede de la Cofradía del Queso de Cantabria, que durante el año santo obsequia a los peregrinos en camino de ida o de retorno con pan, vino y queso: algunos de los buenos quesos montañeses, desde los de oveja de Guerizo a los de nata del valle de Ruesga, los «quesucos» del Asón o de Liébana, o el «picón» de Bejes y Tresviso, que en realidad es el mismo queso que nuestro cabrales; y, en verdad, en toda la zona de los Picos (que ahora los pedantillos dicen «Picos» sin artículo, no sé por qué) se llamó «picón» a lo que ahora se llama cabrales. Y si con pan y vino se hace el camino, mucho mejor se hará si el pan lleva queso.

La siguiente etapa importante es Santillana del Mar, villa de palacios y piedras armadas. El camino pasaba por Igollo, salvando el río Pas por un puente en Arce (que ahora se llama Puente Arce) y seguía por Venta de Pedrosa, Valmoreda, Venta del Acebo, Venta de Rumoroso, Quevedo, La Fuente y Viveda, donde hay una iglesia del siglo XVII que conserva la portada románica.

Entrar en Santillana es como hacerlo en el pasado. No por Gil Blas, el personaje de la novela de Lesage, a quien hemos dejado, como recordarán los lectores, en Peñaflor, a la entrada de Grado. Aquí podía haberse desarrollado esta novela y cualquiera otra de época, además de los tostones de don Ricardo León, escritor ampuloso y poco interesante donde los haya. Le gustaba Santillana más que porque supiera o pudiera apreciarla con la vista, de hecho su protagonista es ciego, porque creía escuchar en ella ecos de otros siglos de esplendor: lo que no está nada mal; lo que ya está peor es la prosa plúmbea, deliberadamente arcaizante, del bueno de don Ricardo. Más escuetamente, Enrique Lafuente Ferrari viene a decir lo que tal vez hubiera dicho Ricardo León de no ser tan aparatoso: que Santillana es «un viejo lugar donde la historia humana dejó su densa huella. No, ciertamente, la historia espectacular de las batallas o los hechos capitales, trompeteados por la repetición, un tanto desfondada ya, de los manuales. Más bien la otra historia; la que cuaja en las obras de arte del hombre, la que se posa y concentra, callada, sobre las formas y las piedras, la que es capaz de quedar, flotando, en el ambiente de una ciudad que, en su reposo, guarda el perfume de otros modos de ser, de otros ritmos y hábitos de vida».

Santillana es, ante todo, atmósfera. Según Jean Paul Sartre, la ciudad más bella de España. Y al igual que Venecia y Santiago de Compostela, no es para vivir, sino para ver, para respirar, para recordar. No me imagino a vecinos de Santillana del Mar, aunque viven en ella dos buenos amigos, Carmen y Rafa, es decir, a señores sujetos a unas ordenanzas, que pagan impuestos municipales e incluso se constituyen en asociaciones vecinales o de propietarios.

No imagino en Santillana un Ayuntamiento lleno de papelotes, funcionarios preocupados por los trienios y por jubilarse cuanto antes y con concejales de partidos observantes de la corrección política depurada, cuando quien le venía muy bien a Santillana era la figura arrogante y cojitranca de don Francisco de Quevedo, uno de los mayores escritores de la humanidad y un prodigio de incorrección en materia política, de acuerdo con las entendederas de ahora; a fin de cuentas, sus ancestros no eran de muy lejos. Y, naturalmente, ni imagino ordenadores en Santillana, porque son artefactos infernales tan incompatibles con los viejos buenos tiempos como con el bable. Un amigo bablista se queja, porque cuando cree estar escribiendo en bable, el ordenador le corrige y le pone las palabras en español bien escrito.

Santillana es un fragmento de historia y un manual de historia del arte; según José M. de Cossio, «venía amontonando piedras en los órdenes y estilos arquitectónicos que convenían a cada momento. El más remoto románico de su colegiata, el goticismo en torres y mansiones, el renacentismo adivinado desde el fondo de este valle en palacios y restauraciones, el barroco encrespando escudos en las fachadas, el neoclasicismo del siglo XVIII galantemente adoptado por casonas conspicuas». De lo que concluye Dionisio Ridruejo que «se trata de uno de esos espacios mágicos y exentos que no es raro encontrar en España y donde el desvío de la corriente vital colectiva ha permitido que todo se conserve como detenido en un momento del pasado».

El bosque de robles viejos del Campo del Revolgo y varios conventos convertidos en hoteles sirven de aperitivo a lo que en seguida se encontrará. Dos calles de piso empedrado, más larga la de la derecha que la de la izquierda, recorren la villa. La de la izquierda se ensancha en la plaza Mayor y desemboca en la otra calle que recibe sucesivamente los nombres de La Carrera y el Cantón, y una vez en solitario, calle del Río. Es una calle que desciende y vuelve a ascender, teniendo la colegiata al fondo; y detrás de la colegiata, la plaza de las Arenas, y enfrente la gran fachada del palacio almenado de los Velarde, de piedra gris. El claustro de dobles columnas es lugar de sosiego mientras en el retablo del altar mayor los cuatro evangelios se sientan ante sus pupitres, y a su lado, sus animales representativos: el toro, el águila, el león y el hombre.

El lavadero de la calle del Río posee encanto rústico. Recuerdo haberlo visto como en sueños en una película en la que Úrsula Andress pasaba a caballo, bajo la mirada de George Kennedy. En esta ocasión se apoya en la pared un marrano desnudo, con botas y bañador, y una lata de cerveza. Estos personajes deberían estar severamente prohibidos. Tendrían que estar en las cavernas, que es donde les corresponde.

Comemos el cocido montañés (con morcilla de Burgos) en un restaurante de la plaza Mayor. Al otro lado de la plaza está el Ayuntamiento y un poco más abajo, la torre de Don Borja. Descendemos por la calle del Racial, donde hubo una vaqueira en ejercicio hasta no hace mucho, y al entrar en la calle del Cantón, en los bajos de un palacio con un escudo flanqueado por dos godos de grandes bigotes que ocupa la mayor parte de la fachada, se ha establecido una sidrería asturiana, de aspecto demasiado relamido para ser verosímil. Es la Casa de los Hombrones, llamada así por los bigotudos del escudo. El que atiende la barra es pequeño, sonriente, pálido y amable; no es asturiano y me explica que se trata de una franquicia, por lo que venden sidra y fabada como si estuvieran en la calle Gascona.

Aquí empiezan las Asturias de Santillana (pues la repoblación de Alfonso el Católico, el primer rey cántabro de la Monarquía asturiana, el año 750), comprendidas entre los ríos Besaya y Nansa, a las que pertenecen Suances, Comillas y La Rabia hacia la costa, y Valdaliga, Cabezón de la Sal, Treceño, Mazcuerras, Sopeña, el valle del Cabuérniga, y, entre otras localidades, Bárcena Mayor, una Santillana de montaña, lo mismo que Carmona, en el valle del río Nansa.

Desde Santillana, viajando hacia el ocaso, seguimos por Oreña y Caborredondo, donde nos desviamos para visitar la iglesia, en una loma verde fuera del pueblo y sobre el mar. La robusta torre del campanario hunde sus cimientos en el cementerio, y bajo ella está enterrado David Ruiz; por desgracia, se trata de un presbítero. El paisaje es soberbio; abajo el valle, atrás el mar y a lo lejos el inmenso telón de los Picos de Europa elevándose de la tierra contra el alto cielo azul, con el Naranjo de Bulnes en primer término y a su espalda una compacta barrera de montañas. Otras montañas más próximas a la costa se extienden por el horizonte hasta el mar, muy azul. Y sobre nuestras cabezas, la algarabía de un techo de gaviotas.

La Nueva España · 17 octubre 2010