Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, El primer Camino

Ignacio Gracia Noriega

De Comillas a San Vicente de la Barquera y la raya de Asturias

Es una de las zonas más hermosas y monumentales de la ruta pese a la escasez de restos jacobeos, en la que el peregrino avanza por un paisaje abierto y suave

Estamos en una de las zonas más hermosas y monumentales del Camino, aunque los restos jacobeos sean escasos. Uría señala que «en Santillana hubo más de un hospital» para albergar «a los pobres peregrinos y pasajeros», a los que sólo se les permitía detenerse dos días, a no ser que la meteorología los impidiese continuar o estuvieran seriamente enfermos. No encontrarían otro albergue hasta Comillas.

El camino va por un paisaje abierto y suave, levemente ondulado hacia las colinas y los bosques al Sur, y al Norte está el mar, aunque no se ve, y delante, las poderosas masas encrespadas de los Picos de Europa. Pero aunque el mar no se ve, se oye, según Amós de Escalante: «Cuando crece el mar en la precesión del equinoccio, suena con bronca insistencia dentro de un cóncavo de aquellos peñascos. La lúgubre voz se toma como infalible anuncio de extraños rigores invernizos: la tierra reconoce la autoridad del agüero en un dicho popular extendido por la comarca: "Cuando ruge la cueva de Oreña, unce los bueyes y anda por leña"». Dichos como éste abundan por toda la costa cantábrica; sobre todo, donde hay bufones, esos sifones que forma el mar royendo los acantilados y que, según el poeta Zorrilla, se llaman de este modo porque «bufan».

Dejamos atrás Oreña y Caborredondo, donde reposa eternamente David Ruiz, acunado por la infinita respiración del mar o por su furia. Descanse en paz este buen clérigo que reconstruyó la iglesia destruida por las «hordas rojas», según consta en la lápida conmemorativa.

A lo lejos se ven las torres de Cóbreces contra el fondo épico de las torres de los Picos de Europa. A una de las dos agujas de la iglesia, de aspecto neogótico, le falta el remate de la cruz. Tiene un aire a Covadonga, menos fino, arquitectónicamente hablando, y también a escenario de novela católica francesa. La antigua abadía cisterciense lo es en la actualidad de monjes queseros que fabrican un buen queso de nata. Antes lo vendían a través del torno, pero en la actualidad los monjes han cedido a los usos comerciales predominantes. Aunque no me digan que no sería magnífico comprar queso a través de un torno monástico.

La carretera desciende entre arboledas hasta Ruiloba y deja atrás Sierra, Liandres y Casasola, a las puertas de Comillas, pasando al borde del mar, con las olas rompiendo en la escollera, antes de ascender al cerro sobre el que se asienta la villa. Superada la mala impresión de edificaciones feas, de barriada o de veraneante, empiezan a verse maravillas: la afilada columna sobre la que se asienta la estatua del marqués de Comillas estilita; una hermosa casa de grandes tejados a dos aguas, obra de Gaudí, y el impresionante cementerio, donde el Ángel de la Muerte despliega sus alas. Cierta noche, regresando de Santillana, vi la estatua recortada contra la luna llena, como si fuera una estampa del Romanticismo alemán o la ilustración de un cuento de Poe (es inevitable citar a Poe a propósito de ciertos ornamentos funerarios, pero no está de más hacerlo de vez en cuando, y leerlo al menos cada otoño).

La villa se encuentra debajo, entre verdor, del que sobresalen los tejados de sus casas, algunas tan extraordinarias como el gran palacio que Gaudí diseñó para el marqués de Comillas, un indiano que al regreso a su patria fue propulsor tanto de la navegación como de la minería, de las finanzas como de los ferrocarriles, aficionado a la arquitectura, a cuyo mecenazgo se debe también la edificación de la Universidad Pontificia, vasto conjunto construido en una elevación sobre el mar; y así como la Gran Muralla China es la única construcción humana visible desde la Luna, la Universidad Pontificia de Comillas se distingue como un leve manchón rosado sobre fondo verde desde puntos muy avanzados hacia el centro de la costa asturiana.

En Comillas hubo un hospital desde comienzos del siglo XVI, del que se dice explícitamente que se encontraba «en el camino por donde iban los peregrinos a Santiago». Jovellanos, a finales del siglo XVIII, consigna, en sus proximidades, los restos de un castillo muy arruinado.

Se sale de Comillas por una avenida de grandes plátanos, que disimulan aunque no disculpan las feas construcciones que se encuentran detrás. Comillas es inseparable de uno de los más geniales arquitectos españoles de toda época. No comprendo cómo, después de Gaudí, pudieron construir en este lugar arquitectos tan malos.

Descendemos hasta la ría de La Rabia, no porque sea de gente enrabietada, sino porque procede del término latino «rapidus», como Fuenterrabía o La Rábida. Según Uría, la pasaba una barca sobre el río Turbio, aunque también se puede vadear aprovechando la marea baja. Cerca se encuentra El Tejo, donde hubo una casa de la Orden de San Juan, según Uría, «tal vez en relación con la fundación hospitalaria que las de esa orden solían practicar; pero no poseemos sobre ella más dato que la simple mención».

El horizonte se abre a la larga playa de Oyambre, con los alrededores bastante destartalados de chiringuitos y demás. La arena de la playa es de un color dorado pálido y hasta donde llega la marea refleja como si fuera un espejo. Hay varios paseantes, algunos en traje de baño: personas aguerridas, pues estamos en otoño y tira Nordeste. Una señora o señorita se ducha sin mayores problemas y sin la pieza superior del bikini. Sobre una levísima loma una hermosa atalaya almenada se encuentra en estado ruinoso, con los edificios adheridos hundidos. El deterioro es reciente, pues todavía no hace mucho la atalaya presentaba mejor aspecto y en el prado que la rodea pastaban caballos. Me gustaba considerarla como la casa-fuerte vasca más occidental y nunca esperé encontrarla tal como ahora, en un paisaje con una playa magnífica, pero afeado precisamente por la playa, que le da aspecto de vertedero.

Algunos chalés y casas de labranza se dispersan por los prados en descenso hasta el mar; una de ellas es perfectamente alpina, con los tejados casi rozando el suelo. Como dice un amigo, cuando nieve en Oyambre, su dueño se reirá mucho de las demás casas: pero como aquí abajo debe nevar poco, no comprendo su utilidad. No obstante, en un bar de Comillas cuelgan fotografías de una nevada de los años cuarenta del pasado siglo que debió de ser memorable.

La carretera asciende y vuelve a bajar en Rupuente hasta SanVicente de la Barquera, que ocupa todo el fondo. Es villa importante y suntuosa. Vemos el puente, de veintiocho arcos (tuvo treinta y dos en otro tiempo), la amplia ría dorada por el sol, el puerto y, dominando el caserío, la iglesia gótica y el castillo de fuertes muros que resistieron vientos y vikingos, y al que le añadieron hace poco una torre innecesaria, y al fondo, los Picos de Europa y el macizo de Peña Sagra, «telón casi infinito», sobre los que se mece el polvo de oro del crepúsculo. El monumento más importante de la iglesia es el sepulcro en alabastro del licenciado Antonio de Corro, quien lee apaciblemente un libro, apoyado en dos almohadones. La obra se atribuyó a Pompeyo Leoni. Es notable que, de serlo, sus dos trabajos en el norte de España sean túmulos de inquisidores. El testamento de Corro, otorgado en 1553, dispone la fundación de un hospital en el que haya una cama donde «se puede aposentar algún sacerdote, religioso o clérigo, que sea peregrino». Los peregrinos entraban en el templo por la puerta del Norte y lo abandonaban por el lado opuesto, pasando bajo un arco ojival. En uno de los muros hay una piedra empotrada con la cruz de Santiago en relieve, que los peregrinos besaban como parte del rito. Desde el campo de la iglesia se aprecia un paisaje grandioso, con los humedales y la ría abajo, el gran valle ahora cortado por la autopista, las altas montañas a Poniente, y a Levante, un paisaje de colinas más dulcificado. En el castillo se encuentra uno como en la película «Los vikingos» de Richard Fleischer.

San Vicente es una de las plazas gastronómicas importantes del norte de España. El mejor restaurante sin discusión es Augusto, al final de la parte porticada. Su especialidad es el «sorroputún», versión local de la marmita, la vieja preparación de los marineros cantábricos y el suntuoso arroz con bogavante, auténtica delicia del paladar. Y en general, toda clase de pescados. Augusto es un maestro de la plancha, y su mujer, una jefa de comedor encantadora. Otra especialidad sanvicentina eran las «sulas», chicharros muy pequeños pescados en la ría, en los que lo más sabroso era el rebozado como lo hacían en el bar Colón. Ahora apenas se pescan, y ya no hay quién las prepare.

Por los Tánagos se va a Tina Menor y Pesués, y más allá está Unquera, límite con Asturias, donde el río Deva, incrementado por el Cares, divide las dos provincias, antes de desembocar en Tina Mayor.

La Nueva España · 24 octubre 2010