Ignacio Gracia Noriega
De la vía turonense a la vía francígena
No hay un solo itinerario, cada peregrino hace su propio recorrido y de la reunión en puntos determinados nacen los principales ejes de caminantes
No hay camino, sino múltiples, acaso innumerables. Los caminos los trazan los caminantes, de la misma manera que la lengua la forman los hablantes y no políticos separatistas ni la Academia de la Lengua, que de pura corrección política con toisón y todo da en la bobaliconada; luego aparecen los senderos y la sintaxis. Cada peregrino hace su propio camino a Santiago; algunos de ellos se reunían en algún punto determinado y así fueron formándose las vías principales. Los caminos partían desde el otro lado de los Pirineos, de donde llegaban peregrinos procedentes de toda Europa. La «Historia Silense», de hacia 1110, señala los montes fronterizos como punto de partida en tierras españolas: «Desde los montes Pirineos al castillo de Nájera». Francia era el lugar de paso obligatorio de los procedentes de Alemania, de Italia, de Flandes, de Bohemia; también de algunos escandinavos y de ingleses que cruzaban el estrecho de la Mancha en lugar de aventurarse en el golfo de Vizcaya, y todo este aluvión europeo se reunía en las localidades de París, Vézelay, Le Puy y Arles, según he explicado en el artículo del 3 de octubre. Aymeric Picaud indica que estos cuatro caminos confluyen en uno solo en Puente la Reina, «en tierras españolas». Éstos son los itinerarios, hasta el Pirineo: «El primero, por Saint-Gilles, Montpellier, Tolosa y Somport -escribe Picaud-; el segundo, por Santa María de Puy, Santa Fe de Conques y San Pedro de Moissac; el tercero por Santa María Magdalena de Vézelay, San Leonardo de Limoges y la ciudad de Périgueux; y el cuarto, por San Martín de Tours, San Hilario de Poitiers, San Juan d'Angély, San Eutropio de Saintes y la ciudad de Burdeos. La ruta de Santa Fe, la de San Leonardo de Limoges y la de San Martín de Tours se juntan en Ostabat y pasado Port de Cize se unen en Puente la Reina en la ruta que pasa por Somport, formando allí un solo camino hacia Santiago». De estas cuatro vías, la turonense, que partía de París; la podense, de La Puy; la lemivocense, de Vézelay, y la tolosana, de Arles, la más importante era la primera, la «ruta de las llanuras», ya que sigue el camino natural de Francia a España, por el que, posteriormente, pasaría el ferrocarril entre ambas naciones. Las tres primeras vías confluían en Saint-Jean Pied de Port, para continuar por Valcarlos hasta Roncesvalles, en tanto que la tolosana entraba por Canfranc y Jaca, pasando por Javier, Sangüesa y Eunate, la misteriosa y extraña ermita solitaria en medio de un páramo, ya muy próxima de Puente la Reina.
París era el gran centro de reunión y punto de partida más numeroso. «La importancia que tuvo la peregrinación en los siglos áureos se advierte incluso en la antigua topografía de la capital -escribe Felipe Torroba Bernaldo de Quirós-; el eje de la circulación Norte-Sur del París medieval seguido por los peregrinos llevaba en la orilla izquierda el nombre de Rue de Saint Jacques, y estaba jalonado de iglesias y hospitales (Saint Jacques de la Boucherie, Saint Jacques du Haut-Paris, Saint-Jacques de Pélerins) y el convento de los Dominicos, al final de la calle, les mereció el nombre de Jacobinos, familiar de las gentes del pueblo».
Los peregrinos entraban por la puerta de Saint-Denis hasta la iglesia gótica, de la que sólo quedaba una torre de la primitiva fábrica y cuya fundación es atribuida a Carlomagno en la «Crónica de Turpin», cruzaban la Cité por delante de Notre Dame y se detenían en Saint Jean du Haut-Paris, donde tenía su sede la encomienda santiaguista, saliendo por la gran calzada romana que llega hasta Orleans. Antes de la partida oían misa en la iglesia de Saint Jean le Pauvre, a la que iba a orar Dante Alighieri (el cual, en «La Divina Comedia» y en otros escritos hace referencias a las peregrinaciones a Santiago). Estremece el peso de la historia en estos lugares, en estos nombres. Los peregrinos, por Etampes, alcanzaban Orleans, en una fértil llanura de trigo y rosaledas. El recuerdo de Juana de Arco es casi carnal. La catedral recuerda la de Chartres, al otro lado de la llanura, y las sagradas reliquias atraen a los peregrinos: el «Lignum Crucis» y el cáliz de San Evurcio en la iglesia de la Santa Cruz, el cuchillo que partió el pan de la Última Cena en la de Sansón.
El escritor irlandés Walter Starkie siguió esta ruta, mas al llegar a Chinon encontró que la ciudad estaba engalanada para celebrar el quinto centenario de la muerte de Rabelais, por lo que de «peregrino jacobeo» se convirtió de pronto en «peregrino pantagruélico», de vino y barquillos.
En Blois empieza el Loira de los castillos; según Torroba: «Parece un suntuoso palacio renacentista en el que se mezclan distintos estilos arquitectónicos con las numerosas escalinatas que forjan un dédalo de sugestivas encrucijadas». Se suceden Amboise, Chambord («floresta de torrecillas y chimeneas que evocan cetrerías y torneos presididos por princesas de Francia»), Langeais, Chenonceaux («con su diadema de afiladas torres») y, finalmente, Tours, sede y sepulcro de San Martín, el antiguo soldado de caballería que dividió su capa para darle la mitad a un mendigo aterido que resultó ser Jesucristo, y que después de convertirse y ser bautizado fue obispo y uno de los grandes santos de la Cristiandad, sin renunciar a la buena mesa ni a la agradable compañía. Su nombre se repite interminablemente a lo largo del camino; escenas de su vida están talladas en los capiteles de las iglesias, desde Tours a Irache o a Argüelles, cerca de Oviedo. «Llama la atención que San Martín rivalizase con Santiago hasta en el camino a Compostela», observa Starkie. Como el propio camino, él era internacional, nacido en Hungría, educado en Pavía, oficial romano y obispo en tierra de los galos. Según Ruskin, «como mito, su valor y significación son de todos los tiempos».
Por Chatellerault se alcanza Poitiers, en cuya llanura Carlos Martel detuvo a la moraima que se adentraba hacia el corazón de lo que llegaría a ser Europa (gracias a que los islámicos fueron detenidos allí). Una leyenda asegura que antes de la batalla, Carlos Martel desenvainó la espada y señaló hacia el Suroeste, hacia Covadonga. ¿Por qué no? De no haber sido por Covadonga y Poitiers, no habría habido Europa, ni catedrales, ni universidades ni la dignidad de la mujer, ni sistemas parlamentarios, ni música sinfónica, ni pintura, ni novela, ni Navidad (ni siquiera pastel de Navidad, según Chesterton, estremeciéndose ante la posibilidad de que Alfredo el Grande no hubiera detenido a los daneses, que, aunque amenazadores, lo fueron menos que los mahometanos, ya que se convirtieron al cristianismo y dejaron de amenazar).
Poitiers, escenario de la batalla salvadora, fue la capital del vasto ducado de Aquitania, que se extendía desde el Loira a los Pirineos y desde el mar al Macizo Central. Picaud, con patriotismo localista, afirma que «pasado Tours se encuentra el Pays Poitevin, fértil, excelente y lleno de toda clase de felicidades».
Más abajo, en Blaye, los peregrinos se detienen ante las reliquias de don Roldán. Pasado Burdeos y las tierras de los grandes vinos, ya se aprecian sones de olifante en el aire. Saint Jean Pied de Port es una agradable población cuya situación fronteriza le da aspecto de zoo. Es colorista y bulliciosa, en un valle verde, pastoril. Los comercio exhiben sus mercaderías a las puertas, sobre las calles estrechas y empedradas. Las casas son de estilo vasco y se escuchan las tres lenguas, el francés, el español y el vascuence. Por un arco ojival se pasa a la parte antigua, al mercado, a la iglesia con el rosetón vacío y a cuya puerta un peregrino de barba rubia pide limosna, y al puente de piedra, y encima la sólida fortaleza, diseñada por Vauban. Sobre un murete junto a la puerta de España han plantado vides. Fuera de la parte antigua, la ciudad se ensancha en torno a la carretera, con cafés y cervecerías con sus terrazas. En una pared, la noble alocución del general De Gaulle a los franceses del 18 de junio de 1940: «La France a perdu une bataille! Mais la France n'a perdu la guerre!». Es el equivalente al «lucharemos en las playas, lucharemos en la colinas», de Churchill. Asusta pensar qué habría ocurrido si en aquellos días cruciales hubiera habido gobernantes del tipo de Zapatero. Estaríamos todos marcando el paso de la oca. Por cierto, a la salida vemos una andanada contra Z. y Sarkozy, en un muro.
En Uhart-Cize pastan ovejas y viejos con boina se asoman a las ventanas. Las vacas caminan por la carretera apaciblemente. El valle se estrecha conforme se adentra en la montaña. La raya está en Arnéguy, que a la salida es Aenegui. Pasamos el río Chapitel. Valcarlos, con sus tejados puntiagudos y sus contraventanas de madera, está cuesta arriba, rodeado de abetos y de hayas. Dos peregrinos difuminados en la niebla suben los Pirineos hacia el puerto de Ibañeta. Caen solemnes y grisáceas las cenizas del crepúsculo. La montaña se cierra hasta pasado el puerto, y al otro lado aparecen, por debajo de la carretera, los grandes tejados de chapa de Roncesvalles, entre los árboles.
La Nueva España · 14 noviembre 2010