Ignacio Gracia Noriega
León o la apoteosis santiaguista
La ciudad gótica es etapa central del Camino, punto de partida y de retorno de los peregrinos que se desplazaban a Oviedo y uno de los lugares más hospitalarios para el caminante
León, la ciudad gótica, es etapa central de Camino y también una de sus múltiples metas. Felipe Torroba la presenta como uno de los hitos fundamentales del Camino y una de las ciudades más hospitalarias: «Es una añeja ciudad, de antiguo abolengo santiaguista». En León se separa el Camino hacia el Norte para realizar la que todavía los buenos leoneses como Pedro Trapiello denominan la ruta del Salvador, seguida por quienes cumplían el precepto de visitar al señor antes que al criado, al Salvador de la catedral de Oviedo antes que al apóstol de Santiago de Compostela. Este nuevo camino desgajado del Camino Francés empieza a ser frecuentado desde finales del siglo X: «El paso desde la Meseta a Asturias por el puerto de Pajares sustituyó al primitivo de La Carisa al convertirse en camino de peregrinación», escribe Ángel Fierro en su hermoso libro sobre la comarca de la Tercia. Una antigua vía militar romana es sustituida por una piadosa vía de peregrinos.
León, punto de partida, pues, hacia Oviedo, y punto de llegada de los peregrinos que bajaban desde Oviedo, después de haber seguido la ruta del Norte, procedentes de Irún, Bilbao y Santillana del Mar, y de haber venerado las sagradas reliquias de la Cámara Santa y al imponente salvador del mundo, gótico e impasible al paso de los siglos, con su túnica roja y su manto azul ribeteado de oro, y el globo en la mano izquierda.
Los pasos del peregrino se dirigen como atraídos por un imán hacia la plaza de la Regla, donde, según escribe Torroba, «se alza al cielo el milagro de piedra de la Catedral. Exenta y libre como ninguna otra, fina de líneas hasta la sutileza, diríase que es de vidrio dulcemente aprisionado por los maineles como hilo y los arcos como encaje de Holanda». A diferencia de la otra gran catedral gótica del Camino, la de Burgos, que sobresale del caserío y puede ser contemplada incluso desde arriba, desde una calle un tanto decrépita, con bares con aspecto de ser lo que Pla denominaba «casas de poca formalidad», la de León, vista de frente, desde la plaza, no tiene otra perspectiva que la propia catedral y el cielo. Y no produce el aspecto de titánica irregularidad de la burgalesa, aunque las ojivas no son iguales, la torre de la derecha, más trabajada y adornada, mide 67,80 metros, y la de la izquierda, 64,60, y se percibe con claridad cómo los tímpanos, las arquivoltas y las estatuas han sido trabajados por diferentes artistas, unos toscos, otros refinados, procedentes de diferentes países y en distintas épocas, como certifican sus nombres: Nicolás Francés, Colin de Holanda, el alemán Enrique Arfe, el flamenco Malinas, Jusquin y Baldevin, procedentes del Franco Condado. Todo un esfuerzo europeo y cosmopolita hizo posible esta catedral que se emparenta con la de Reims. La variedad de estilos del exterior encierra la impecable unidad del interior, que, como escribe Tortoba, «ofrece la planta más perfecta de todos los grandes templos españoles. Aquí las capilllas presbiteriales y las absidiales circundan la cabeza de la Catedral con exacta simetría y las naves desnudas de todo adorno y los altos pilares marcan como en un plano la silueta de un templo maravilloso».
Este templo ha sido edificado sobre construcciones anteriores y antiquísimas. Primero hubo unas termas romanas encima de las que Ordoño II levantó su palacio y después el templo, y sobre los pilares de otro templo románico se yergue, al fin, la gran basílica. El cabildo todavía entona un responso por el alma del rey.
Si las piedras de la catedral son joyas, ¿qué se podrá decir de la maravilla de los vitrales que como tapices de ricos colores se engarzan en las altas y esbeltas paredes como un prodigio de piedra y cristal?, menos piedra que cristal, sorprendentemente. A través de los vivísimos colores por los que entra a la penumbra del templo la luz policromada asistimos a la vida y al movimiento del siglo XIII: vemos castillos, músicos, cazadores y un mono sobre un camello, guiado por un buzón. Los vitrales miden doce metros de luz hasta la ojiva y han sido realizados entre el siglo XIII y el XVI. Los vidrieros más antiguos se llamaban Aronold, Jojan, Guglielmo. Culmina la obra el rosetón de Poniente, «príncipe y señor, que canta al atardecer, como los ruiseñores».
Un novelista norteamericano, James Michener, a su paso por León tuvo la fortuna de conocer al canónigo don Antonio Viñayo, que le parecía salido de un lienzo de Giotto y que le mostró desde afuera el templo iluminado en plena noche, «las ventanas de cristal coloreado, unas encima de otras y otras aún por encima de estas». Yo también recuerdo haber visto una noche desde el exterior la catedral de León iluminada, y es impresión que no se olvida.
Estamos, qué quieren que les diga a los «talantes progreseros» en el siglo de Dante, cuando la iglesia alcanza la culminación de su jerarquía; cuando el rey de Castilla Alfonso X aspira al imperio y compone vastas enciclopedias (imperio, y enciclopedia: dos soberanas expresiones medievales y europeas), cuando los hombres de las llanuras construían catedrales (Chartres, Orleans, Burgos, León), para recordar cómo eran las montañas. «Uno percibe aquí con respeto el «espíritu del Gótico», el siglo de la fe y de la paciencia que ya no ha de volver -escribió Stefan Zweig ante Chartres-. Obras de esta clase no volverán a erigirse en nuestro mundo, que cuenta las horas con diferentes medidas y atraviesa la vida con velocidades distintas».
¿La majestad de la catedral desvanece a Santiago? De ninguna manera. Santiago está en todas partes: el pórtico de San Marcos aparece adornado con conchas jacobeas: en la fachada del convento de Agustinas Recoletas, San Agustín, arrodillado en relieve, con la mitra y el báculo detrás, lava los pies a Jesucristo sentado y vestido de peregrino. Qué descanso que le laven los pies al peregrino: a Jesucristo le gustaba mucho que se los lavaran, según certifican los Evangelios. Y en la catedral encontramos a Santiago en todos los rincones, en piedra, en madera, en pinturas, en las vidrieras, y de muy distintas maneras y condiciones: peregrino con sombrero de ala levantada en el pórtico del Oeste; ataviado con ricas vestiduras y caperuza italiana en el del Norte; formando grupo con los demás apóstoles en la portada principal y en la del Sur; en escultura exenta a la entrada del claustro y orando ante un sepulcro. En una tabla del siglo XV viste una túnica cubierta de conchas, y no podía faltar Santiago jinete de un blanco y brioso corcel. Una vidriera evoca la batalla de Clavijo.
En contraste con el esplendoroso gótico de la Catedral, encontramos el románico de San Isidoro, cuya portada del Perdón parece obra del maestro de las platerías, que había de culminar su arte en Santiago, y donde los peregrinos, según Uría, aguardaban milagros, como el del clérigo de mala vida que fue resucitado durante tres días para que tuviera tiempo de arrepentirse. O el antiguo monasterio de San Marcos, donde don Francisco de Quevedo, caballero de Santiago y defensor de Santiago como patrono de España frente a Santa Teresa, estuvo encerrado en aquellos fríos muros por orden del corcovado conde duque de Olivares, mucho más peligroso y maligno que el otro corcovado a quien Quevedo zahería, don Juan Ruiz de Alarcón, «un poeta entre dos palos». Friolero y sesentón, Quevedo escribió desde San Marcos cartas muy amargas. Prisionero de una desolada estepa abierta a lejanas y ceñudas montañas, «cuyos vientos rabiosos son súbita locura, traen noche e invierno», el poeta sintió que se acrecentaba en León la tendencia cenicienta que nunca lo había abandonado. «Todo lo he perdido», le confiesa a Olivares en una carta de súplica. Hoy, quién lo diría, la tétrica prisión se ha convertido en un hotel confortable.
Nos hemos demorado mucho en León: ya deberíamos estar en Astorga, cuando menos. Pero aprovechamos la visita para llamar a los buenos amigos, Mercedes y Paco Sosa Wagner, Pedro Trapiello y Salvador Gutiérrez Ordóñez, que ha regresado de Madrid, de asistir al cambio de director de la Academia de la Lengua. En un país como éste en que no se piensa más que en la jubilación para salir de la crisis, han jubilado a Víctor de la Concha. Antes los directores de la «docta casa» aguantaban hasta los 100 años. De la Concha llevó a la Academia la modernidad bajo las especies de la informática y la corrección política. Aquello ya no parece una academia, sino la NASA. Los tiempos cambian. En la vieja academia recompensaban a sus miembros con un duro de plata y caramelos de menta, ahora les dan el Toisón. También es verdad que antes era olimpo de escritores distinguidos o influyentes, y ahora es lugar de trabajo de filólogos. Pero no hablamos de estas cuestiones, sino de que vamos a comer a Rafa, uno de los buenos y caldeados restaurantes de León, con viandas sólidas, muy apropiadas para el invierno.
La Nueva España · 26 diciembre 2010