Ignacio Gracia Noriega
Horizonte de templarios
De Astorga a Ponferrada y la entrada en Galicia por el puerto de Piedrafita, una tierra dominada por los monjes soldados
A la salida de Astorga por el camino de Ponferrada dejamos a nuestro izquierda la muralla y sobre ella la Catedral y la fantasía de Gaudí con el pretexto de edificar un palacio episcopal: este palacio que parece sacado del conjunto urbano de Camelot resulta casi diminutivo, como una joya en miniatura, al lado de la mole de la Catedral dorada, el palacio de cuento de hadas gris con el tejado redondo de pizarra de los torreones y la muralla romana (recuerda las de Lugo y León), define Astorga además de su excelente confitería, de su olor a chocolate y de su aire recoleto de ciudad episcopal encerrada en un recinto amurallado. Delante de la muralla han plantado una fila de árboles de hoja roja que la taparán cuando florezcan: se conoce que el alcalde es más partidario de la botánica que de la arquitectura militar.
Llueve sobre la llanura cubriendo el monte Teleno. En Valdetejas hay una ermita y en Murias de Rechivaldo, una iglesia del siglo XVIII con soportales. Muy cerca queda Castrillo de los Polvazares, aunque no se encuentra en el Camino: población empedrada, la más característica de la Maragatería, con gran sabor al pasado en sus edificios barrocos y casas de adobe, arquitectura perfectamente conjuntada, y grandes sabores para deleite del gusto como el caserío lo es de la vista, ya que aquí se encuentra el establecimiento de Maruja Botas, la gran catedral del cocido lebaniego, que es el cocido de garbanzos habitual, consistiendo su originalidad en que se sirve empezando por el acompañamiento de carnes, siguen los garbanzos y termina con la sopa. Esta alteración del orden normal del cocido se debe, según me dijeron, a que los maragatos de la Guerra de la Independencia, temiendo que los napoleónicos los sorprendieran mientras comían, empezaban por lo sólido y dejaban lo líquido para el final, para, al menos, marchar bien forrados.
Una desviación indica El Ganso, ese animal emblemático del Camino, donde hay casas cubiertas de paja que recuerdan teitos y la iglesia parroquial dedicada a Santiago, con nido de cigüeña en el campanario; y en el siglo XII aquí hubo hospital y un monasterio de monjes cluniacenses. Los ánsares son aves vigilantes que defienden las almas contra las acechanzas de los enemigos, alertándolas con su estruendo, tan cacareadores como el gallo y tan guardianes como el perro. La oca acompaña a San Martín, y su festividad, el 11 de noviembre, coincide con la migración de esas aves. En El Ganso se siente uno en una etapa principal del juego de la oca. Próximo se encuentra Turianzo de los Caballeros, donde los templarios tuvieron granjas. Estos monjes guerreros difundieron el juego de la oca a lo largo del Camino. Un juego menos abstracto que el ajedrez, lleno de representaciones muy concretas de los obstáculos del Camino hasta alcanzar la meta.
En la carretera está Pedrero, con eco del Camino, como Pereda o Pedregal (ahora caigo en la cuenta de que vivo en un lugar llamado El Pedregal y que Pedregal es mi cuarto apellido), y después Santa Coloma de Somoza, con casas de piedra y puertas en arco. Ascendamos entre rebollos de hoja seca, marrón, que todavía no ha caído por Rabanal del Camino, donde hubo una casa de templarios en el siglo XII y tiene iglesia con agudo campanario, también construida en el siglo XII, aunque sólo conserva de aquella época el ábside románico y tres ventanas abocinadas. El campanario de Rabanal fue famoso, pues se jactaba de haber sido campeón de España del arte de la campanería. A los encumbrados campaneros catedralicios los aventajaba con creces este excelente campanero rural. En otro tiempo, antes de la blasfema reproducción de las campanadas en cintas magnetofónicas, el campanero era un personaje importante dentro del mundo de las catedrales y de los grandes templos: recordemos a Quasimodo de «Notre Dame de París», de Víctor Hugo, recordemos al ilustrado campanero de «Là-bas», de Hysmans. Los campaneros son músicos de ilustre estirpe, sordos como Beethoven, por deformación profesional.
En Rabanal los peregrinos toman impulso para subir el monte Irago. Atravesamos el despoblado de Foncebadón, entre bosques y prados, lluvia y nubes bajas; entre la niebla se difuminan teitos. Nos detenemos ante la cruz de Ferro, levantada sobre un montón de piedras y erguida sobre su alto pedestal, como un estilista, y detrás una ermita con techo de pizarra. Delante tiene un barrizal, diseminadas por el campo, grandes trozos de nieve. Las piedras las traen los peregrinos en sus alforjas y las arrojan alrededor de la base del pedestal.
Los montones de piedra tienen un sentido tumular y también expiatorio. Los hay a lo largo de la costa atlántica, tanto en Bretaña como en Galicia, y según Elías Canetti, «se erigen montones de piedra porque es muy difícil volver a desmontarlos. Se los erige para mucho tiempo, para una especie de eternidad». En muchos lugares aparecen piedras bajo la hierba; en «Puck», Kipling escribe: «¿Y veis, cuando ha llovido, los indicios de un montículo, un foso, una muralla?». Porque un montón de piedras puede ser un túmulo o una torre, un faro, un trofeo o un altar. Los peregrinos cargaban piedras en sus mochilas para añadirlas al montón de la cruz de Ferro: ¿era una forma de penitencia o la constatación de que habían hecho el tramo de Camino entre el lugar donde recogieron la piedra hasta donde la descargaron?
El montón de piedras de la cruz de Ferro rueda hasta el borde del Camino. Un ciclista mojado como un pato (lo que no puede ser más jacobeo) intenta hacer unas fotografías. «Para que los compañeros de oficina sepan hasta dónde vine», nos informa. Es de Burgos y dudó entre hacer el Camino o ir a Moscú. «¿Y qué se le perdió a usted en Moscú?», le pregunto. «Oí decir que es una gran ciudad», me contesta. Pero el mundo está lleno de grandes ciudades y sólo hay un Camino. A su vez nos pregunta si somos catalanes; seguramente nos vio un aspecto próspero, debido al BMW de Adelaida y Marcelo, que nos acompañan este tramo. Marcelo le regala una agenda y un bolígrafo de Casa Conrado y de La Goleta, de Oviedo, para que vaya anotando las etapas que le quedan hasta Santiago. Y deseándole buena suerte seguimos ruta, él en bicicleta, nosotros en coche, pero por el mismo Camino. Más adelante encontramos a varios peregrinos bajo la lluvia, con chubasqueros azules.
Manjarín es un pueblo abandonado del que apenas queda otra cosa que el cementerio, proclamando que lo más perdurable es la muerte. Aparecen y desaparecen en la niebla valles sombríos de colinas redondas y peladas. El Acebo es la primera aldea del Bierzo: a la entrada, un crucero y la ermita de San Roque, y, luego, una calle estrecha, empedrada, con cosas de piedra a ambos lados y en descenso: se atechan sentados en una escalera de piedra varios peregrinos, algunos de rasgos orientales. Y después de Riesgo de Ambrós, entre Castañeres, la carretera continúa descendiendo hasta Molinaseca, que se encuentra a la salida de la montaña, con dos iglesias a la entrada, más esbelta la de la derecha y la de la izquierda en un alto, dentro del pueblo, de fábrica barroca rematada con una linterna y dos cosas absolutamente insólitas: Santa Klaus sube al campanario por una escalera (lo que explica por qué su patrono es San Nicolás de Bari) y ante ella están plantados dos olivos, uno con hojas y el otro descarnado y retorcido, extraños bajo el cielo y la lluvia invernal. Al puente de piedra lo califican de romano, como es costumbre, pero es medieval. Y el pueblo es de calles estrechas, con hermosas casas de piedra, algunas con corredor, un gran palacio con tres miradores pintados de blanco que desentonan un poco y algunos tejados con musgo y mucho musgo y verdín sobre las piedras húmedas. A la farmacia se va por una calle estrechísima, a la que es preciso entrar de lado. En uno de los bares tienen la televisión encendida y el locutor comenta la prohibición de fumar decretada por el Gobierno totalitario. Yo comento en voz alta que el Gobierno no tiene ningún derecho a meterse en el ámbito privado y la clientela me aplaude. Se lo juro.
Ponferrada está a cinco kilómetros. Es un pueblo grande y nuevo, con aspecto de barriada, pero el castillo nos obliga a olvidar el entorno. Es fuerte y grande, con torreones almenados y doble fila de murallas. Y en lugar de la cruz, la tau. Los templarios dominaban la entrada de Galicia por el puerto de Piedrafita y los castillos de Cornatal y Valcarce, de Corullón, Ponferrada y Bembibre. Ésta es la tierra de los templarios; aquí se desarrolla «El señor de Bembibre», de Enrique Gil y Carrasco, la mejor novela histórica del Romanticismo español, nuestra «Ivanhoe». Hermosa novela escrita en prosa muy bella por nuestro más aventajado seguidor de sir Walter Scott.
Comemos en el restaurante Azul, en la carretera de Madrid. Magníficas instalaciones, magníficas vistas del valle desde el comedor, magnífico cordero, magníficos postres y magnífico trato de Suso, un empresario hostelero a quien se ve muy impuesto en su profesión. Todo un logro de la buena hostelería del Noroeste.
La Nueva España · 16 enero 2011