Ignacio Gracia Noriega
La puerta de Galicia
Desde Ponferrada a Cebrero, donde la leyenda del Santo Grial se transforma en milagro medieval que todavía hoy atrae al peregrino
Saliendo de Ponferrada hacia el ocaso quedan atrás Cacabelos, poblado reedificado por el obispo Gelmírez, el papa del Noroeste, que en la Catedral de Santiago había instituido un cabildo de canónigos cardenales, hoy más conocido por su vino blanco, y próximo se encuentra el monasterio de Carracedo, fundado por el rey Bermudo en 990, de ilustre historia y actual ruina. Una larga línea de monasterios flanqueaba el Camino. «Benedictinos, cluniacenses, cistercienses, premostatenses, franciscanos, templarios y hospitalarios señalaban a través del Bierzo una estela de devoción y de fe», escribe Uría. La carretera va entre pinares y niebla y a lo lejos se divisan montañas oscuras. Entramos en Villafranca del Bierzo, que toma su nombre de los francos instalados en ella en los días del Camino y de las grandes ferias medievales.
Aquí Álvaro Cunqueiro, que hizo el camino solo por Galicia, considera oportuno hacer un recuento de la mucha tierra recorrida a lo largo del Camino francés: «El Camino llega polvoriento a las últimas jornadas -escribe-. Ha dejado la dulce Francia para bajar a Puente la Reina, donde el «chori», un ave coloreada de suave acento, hace competencia al más feliz chistu de los vascones y se adentra a buscar el Ebro, esa agua caudal, el río de España, y escucha el gallo del prodigio en Santo Domingo de la Calzada antes de pasar a las tierras cereales: Castrojeriz, Frómista, Carrión, Sahagún que ya es leonesa, posada famosa. León, la visigótica, la rica, tiene a la Virgen en la orilla misma del Camino. Astorga, Ponferrada, Villafranca del Bierzo... Aquí los ojos del peregrino saludan por vez primera las galaicas montañas que corona la niebla».
A la entrada de Villafranca tenemos a nuestra izquierda el Alcázar de robustos torreones rematados con cubiertas de pizarra. Carece de la ligereza de otros castillos torreados en forma de pirulí. Las calles suben y bajan, pero la plaza Mayor es plana. Como en toda plaza mayor que se precie, hay oficinas bancarias y restaurantes. Como anticipo de la tierra a la que nos aproximamos, comemos caldo gallego y codillo. La camarera, que evidentemente no es de Villaviciosa ni franca, luce un adorno en el ombligo, pero la barriga le desborda el pantalón. Delante de la iglesia de San Nicolás el Real, grande y fría como corresponde al barroco, a pesar de su puerta de piedra gótica, una vieja de gruesas gafas toma el sol que ha roto la niebla. Le pregunto dónde hay un estanco y ella responde preguntando adónde vamos. Le contesto que a Cebrero.
—¡El Santo Milagro! -exclama, con exaltación medieval. Le pregunto en qué consiste el Santo Milagro y se limita a precisar:
—Un milagro muy grande.
El estanco está cerrado. Entre el acoso del Gobierno y el «inalienable derecho al descanso», no sé de qué pretenderá vivir esa gente.
La carretera, paralela durante un tramo a la autopista, se dirige rectamente a las montañas: entramos en ellas entre árboles despojados y matorral. El primer pueblo es Pereje, con casas oscuras de techumbre de pizarra, y después Trabadelo, al que la autopista le pasa por encima. Diversos puentes cruzan el río Valcárcel. Vamos dejando atrás la vega del río y ascendiendo por Ruitelán, en una hondonada, y Herrerías, donde hubo un hospital de peregrinos ingleses. Los montes son oscuros y pelados. Las Llamas se extiende a lo largo de la carretera: es un pueblo de casas grandes, rectangulares, alguna con corredor y los techos de pizarra. Pero carecen de encanto, tal vez porque parecen nuevas.
Empiezan a aparecer los primeros manchones de nieve. La vieja de Villafranca nos advirtió que en Cebrero nieva siempre, sin duda porque esa escenografía de duro invierno conviene al Santo Milagro. El cielo se pone plomizo y el paisaje ondula entre valles y colinas, y por las laderas de las montañas se distribuyen pinos y hayas. Los pinos dan una nota de color oscuro que contrasta con la transparencia invernal de las hayas sin hojas. El frío aconseja subir la ventanilla del automóvil. Un cartelón nos comunica que hemos entrado en Galicia, provincia de Lugo. Ya en la cumbre, el pueblo de Piedrafita asciende la montaña a lo largo de una curva. La carretera se bifurca hacia Lugo o hacia Cebrero. Naturalmente, los buenos peregrinos no dudan en seguir hasta Cebrero, otra de las etapas indispensables del Camino, aureolada por un aroma de invierno y maravilla.
Aunque Piedrafita se encuentra alto, Cebrero está más alto aún, a 1.300 m. Lo anuncia un crucero a cuyo alrededor los peregrinos arrojan piedras que traen en sus alforjas con ese fin. Se trata de otro de los pedreros del Camino, como el de la Cruz de Ferro, aunque de menos extensión. Acaso se deba a que la costumbre de depositar piedras en Cebrero es relativamente moderna. Todo lo demás que puede encontrarse en este lugar único es muy antiguo o es, sencillamente, mágico.
Lo normal en estas alturas es, según el P. Yepes, el historiador de la Orden de San Benito, que la nieve cubra la tierra e impida los caminos. «El paso debe ser muy antiguo y tal vez no lejano de una vía romana, a la que habrá sucedido el camino medieval», escribe Uría. Para atender a los peregrinos que se aventuraban (y muchas veces se perdían) por aquellas cumbres, se estableció un mesón en torno al cual se levantaron un monasterio y un hospital. El P. Yepes atribuye a estas fundaciones una antigüedad desmesurada, desde el año siguiente del descubrimiento del sepulcro del Apóstol, fijando la fecha el año 836, aunque más tarde rectificó esa afirmación. El monasterio era un priorato servido por cuatro monjes, anejo al de San Benito de Valladolid. Al interés histórico del lugar, como etapa muy antigua del Camino, se añaden el etnográfico y el milagroso. El Santo Milagro vincula a Cebrero no sólo con los numerosos milagros eucarísticos, sino con las leyendas artúricas referidas al Santo Grial.
El P. Yepes señala que el milagro sucedió alrededor del año 1300, un día de crudo invierno, en medio de una tempestad de nieve. Un vecino de la aldea de Barjamayor subía todos los días al monasterio para oír misa, pero el día del milagro era tal la borrasca que el sacerdote que la celebraba supuso que no acudiría ningún feligrés, cuando inesperadamente se abrió la puerta del templo y, acompañado del vendaval y de copos de nieve, entró el campesino Juan Santín, inalterable en su devoción. El celebrante, en lugar de alegrarse de la perseverancia del feligrés, tuvo una reacción de mal humor, diciendo para sí: «Cual viene este otro con una tan grande tempestad y tan fatigado, a ver un poco de pan y vino». Era el momento de la consagración, y el vino se volvió sangre caliente en el cáliz, y el pan, carne. Como en la misa de Sarraz, celebrada por Josefés, el primer obispo cristiano, hijo de José de Arimatea, después de la cual el Grial y Galaz, el caballero puro, ascendieron al cielo azul y luminoso de Oriente, sobre el altar de Cebrero, bajo el negro cielo del Norte, estuvo Jesucristo. El cáliz de Cebrero, joya románica lo mismo que la patena, es, por tanto, el Grial, que, como escribe Cunqueiro, pone «en el camino que sube al Cebrero a los perfectos paladines de la Demanda: Parsifal, don Galaz...».
La iglesia es maciza y achaparrada, de piedra gris y una tosquedad rústica que aumenta su atractivo. El interior es adusto: las paredes encaladas y las piedras a la vista: un arco a la derecha del altar mayor le otorga un aire vagamente normando. El Santo Milagro se venera en un altar lateral. El altar es diminuto y en un sencillo santuario se custodia el Santo Grial de estas soledades. Un japonés reza arrodillado en un banco, ante el altar mayor. Pretendo contarle la historia del Santo Grial y de Juan Santín, pero me contesta sonriente, moviendo la cabeza: «No español. Lo siento». Quiere saber a qué hora hay misa. Lo demás le interesa menos.
La leyenda del Grial confluye en Cebrero con otra gran leyenda de Occidente: la de los celtas. La diferencia entre ambas es que la del Grial es perfectamente literaria y a los celtas se les busca apoyatura científica. Las pallozas, edificaciones de planta oval, con paredes de piedra muy bajas y techumbre cónica con cobertura de paja, son, según Uría, testimonio de los castros de la Edad de Hierro en el noroeste de la Península, y añaden al lugar antigüedad y misterio. Abajo, más allá de los lejanos valles, se difuminan los perfiles imprecisos de la Cabrera. Suena un acordeón y a la puerta del bar un viejo sostiene un tambor y otro redobla los palillos. Varios turistas observan curiosos. Marisol, la dueña, es rápida y activa, y está indignada. No hace mucho pasó por allí una urbanícola, que le dijo con desprecio: «¿Cómo pueden vivir ustedes en un lugar tan apartado? ¿Y si se ponen enfermos?», Marisol traga saliva.
—Ya quisiera esa madrileña el lujo de vivir aquí. Y si nos ponemos enfermos, nos viene a buscar el helicóptero.
La encargada de la tienda de recuerdos es de piel muy blanca y muy amable. Compro un libro sobre Cebrero. Cae la noche.
La Nueva España · 30 enero 2011