Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, El primer Camino

Ignacio Gracia Noriega

Santiago de Compostela, al fin

El peregrino cumple con su visita al apóstol en una ciudad transformada por los visitantes, que ya no es para vivir sino para recorrer y recrearse

Llegamos al final del largo viaje entrando en Santiago de Compostela por tercera vez (la primera, siguiendo el primer camino de Alfonso II, por Lugo; la segunda, por Mondoñedo y Villalba: ambos confluyen en Melide con el Camino Francés).

La carretera sale de Melide entre eucaliptos y pinos. Quedan atrás Barreiro, Boente y Golan en un alto (los altos de Golan). Los peregrinos dejaban en Casteñeda las piedras que transportaban desde Triacastela para hacer la cal destinada a la catedral de Santiago. Después de Arzúa, el río Brandeso, con su aroma a pazo de la «Sonata de otoño» de Valle-Inclán. La carretera desciende y, pasado Salceda, aumentan el arbolado, con mucha presencia de eucaliptos, y la hostelería. Vacas y caseríos hasta Amenal, y más allá una fuente en la que los peregrinos mudaban de vestido y «refrescaban», según el peregrino del siglo XVII Laffi. Aymeric Picaud menciona este lugar con el nombre de «lavamentula», que seguramente corresponde al Lavacolla actual. Walter Starkie conjetura fiándose más del sonido que de la etimología que los peregrinos se lavaban el cuello en esa fuente. En la actualidad es un pueblo sin personalidad, próximo al aeropuerto, pero con un restaurante bien rotulado: «Utreia».

San Román ya es un arrabal de Santiago, con almacenes, naves industriales y tráfico de camiones pesados. El Monte del Gozo (Monte Gaudii) o Monte Sacro, sigue pésimamente señalado. Se va por una calleja que se toma al lado de una casa con explanada. Es de poca altura: en la falda hay una ermita blanqueada dedicada a San Marcos y en la eminencia un aparatoso y feísimo monumento con pretensiones de estela que recuerda algunos momentos estelares de la peregrinación. Desde aquí debería verse la ciudad sagrada, pero una hilera de árboles dificulta la visión. Al contemplar las torres de la catedral tan al alcance de la mano, los peregrinos franceses exclamaban «Mon joie» (de ahí Manjoya) y derramaban lágrimas de gozo. La exclamación era más guerrera que mística: la lanzaban los cruzados cuando avistaban al circunciso y se echaban contra él. El primero en ver las torres era proclamado «rey del grupo», y los que hacían la peregrinación a caballo, desmontaban sumándose a los peregrinos que descendían entonando el Te Deum. Así hizo la reina Isabel de Portugal, que caminó descalza el último tramo.

Acercándose a Santiago, se ven las torres de la iglesia de San Francisco y a la izquierda las de la catedral. La entrada es desalentadora. Presenta toda la impersonalidad de una ciudad moderna con aparcamiento a la entrada. Pasamos una zona ajardinada con una estatua en la que Santiago peregrino parece que toma velocidad para visitar su propia tumba. En la explanada superior del aparcamiento están recogidos cartones que constituyen las camas de los peregrinos que pernoctan allí. Por fin pasamos este pórtico de la modernidad más perronera y encontramos a nuestra derecha la iglesia de San Francisco y delante una estatua del santo en una elevación: parece que está echando el sermón de la montaña. Una calle ancha y peatonal tiene a la derecha la mole de la Facultad de Medicina, edificio mamotrético que por lo menos parece una Audiencia Territorial, y a la izquierda una sucesión de establecimientos comerciales vinculados al ramo del turismo. Amables señoras abordan a los peatones ofreciéndoles la deliciosa «tarta de Santiago».

—Tome, tome un trocito. Es típica de aquí. Es un obsequio.

Si se acepta el obsequio, hay que comprar la tarta entera. Es de almendra molida, huevos, azúcar, canela y Víctor Alperi recomienda que no se olvide la corteza de limón rallada. Acredita su condición santiaguista la cruz de Santiago o una imagen del apóstol impresas sobre la tarta después de cocida: pero lo cierto es que se encuentra en las cartas de todos los restaurantes a partir de Lugo. No obstante, el gran distintivo gastronómico de Santiago es la vieira. Aunque como basta con la concha, es posible excusarse de comerla. Yo no les tengo demasiada afición a las vieiras, a causa de la bechamel y del pan rallado.

Al final de esta calle entramos en la impresionante plaza del Obradoiro. Es una plaza enorme con pocos edificios, lo que le da mayor amplitud. A un lado, el antiguo Hospital de los Reyes Católicos, hoy parador (donde estuvo como director mi buen amigo César Álvarez), y al otro el palacio del arzobispo Gelmírez, adosado a la Catedral, que muestra por esta parte su sobrecarga fachada barroca. Frente a ella, el Ayuntamiento, y cerrándola, el Colegio de San Jerónimo. Desde la plaza se ve el campo, árboles y huertas. Y por Fonseca se penetra en el entramado de los barrios viejos, de esa callejas con soportales que huelen a fritanga y a sudor de peregrino, en las que se sientan y arrodillan pordioseros, un último eco del Medievo: impresiona una muchacha joven a la que le faltan las dos piernas. En estas callejas, en días invernales y de lluvia, se desarrolla uno de los mejores cuentos de miedo españoles. «Mi hermana Antonia», de don Ramón María del Valle-Inclán, que aprovechó sus tiempos de estudiante de Derecho para leer a Barbey d'Aurevilly y a Villiers de l'Isle Adam: no perdió, por tanto, el tiempo.

La catedral desconcierta un poco. Quien la ve desde el Obradoiro piensa que es demasiado moderna para haber sido meta de una peregrinación tan antigua. Pero en realidad son cuatro catedrales en una, con cuatro entradas diferentes. La de la plaza del Obradoiro es la más espectacular, pero su fachada del siglo XVIII es poco menos que un anacronismo. Prefiero la entrada por el pórtico románico de Platerías y detenerme ante la talla del rey David tocando el laúd (aunque el instrumento que el rey bíblico tiene en las manos es una fídula, pongo laúd para entendernos). En la de la Quintana se encuentra la Puerta Santa, con sus doce figuras de apóstoles y profetas; el del centro es Santiago, ataviado de peregrino: sombrero de ala ancha, cantimplora y concha. Y la puerta de la Azabachería, al Norte, corresponde a la primitiva iglesia, que primero fue de madera, después un modesto templo construido por Alfonso II, aumentado por Alfonso III y destruido por Almanzor en el año 997; sobre sus ruinas, Alfonso VI mandó levantar el templo románico, terminado durante el potente arzobispado de Gelmírez, en 1222.

Las entradas de Obradoiro y Platerías conducen al altar mayor: la primera, directamente; la de Platerías, tomándolo desde la derecha (aunque ahora, como los curas dicen la misa al revés, no se sabe dónde está la derecha o la izquierda del altar). Ofician varios sacerdotes entre incienso y casullas doradas: un norteamericano de Brooklyn, un francés, el obispo de Cancún, un canónigo santiagués y el párroco de una aldea próxima. En lugares tan ecuménicos como éste, la Iglesia debería dejarse de demagogias y aldeanadas: eso está bien en el Senado, pero en un templo de la universalidad y significación del de Santiago se impone el latín.

El peregrino Guillaume Maunier observa que se trata de una ciudad «muy comercial». En las estrechas calles se vende de todo, principalmente chucherías para turistas. Hay muchas ópticas y consultorios de abogados, lo que confirma la condición litigante del gallego, señalada por Valle-Inclán. Los escaparates de algunos restaurantes hacen alarde de mariscos. Las librerías son buenas, pero los libros que exhiben no lo son tanto: novedades y actualidad, nada que merezca la pena, porque en seguida se pasa de moda. Y las calles están llenas de gente: más que en los comercios y bares. Del rumor de pasos, movimientos y conversaciones, sobresale el acento asturiano de alguien que dice gravemente: «Ir a Santiago es lo mismo que ir a Covadonga. Vas una y otra vez, pero gústate ir».

Santiago, lo mismo que Venecia, Santillana del Mar o Cuenca, no es ciudad para vivir, sino para ver, recorrer y recrearse en ella. Por eso, la ciudad se ha extendido hacia zonas modernas y despersonalizadas, que la rodean como un cinturón de barriadas. Por las viejas calles, sobre las viejas piedras, quedan los visitantes, peregrinos con mucha mezcla de turistas o simplemente deportistas. Ir a Santiago andando o en bicicleta tiene más aspecto atlético o salutífero que espiritual. Pero, de todos modos, van.

Se dice que la peregrinación no se consuma si no se va a Finisterre. La señalización es pésima y puede llevar todo el día. No digo que no merezca la pena en el aspecto sentimental. Se trata de un promontorio «formado por una tremenda roca granítica, moldeada por la erosión de mar y la acción del viento en duros relieves», según Torroba. El pueblo, abajo, se extiende ante el mar, bajo el techo del cielo plomizo y gaviotas alborotadoras. La carretera aún sube por una lengua de tierra arenosa hasta detenerse delante del faro. A un lado se alza un crucero de piedra, en cuyo pedestal vemos unos calcetines blancos a medio quemar. Todos los hierbajos del acantilado que desciende hacia el mar, detrás de él, están chamuscados. Los peregrinos queman sus ropas como signo de renovación. Aquí se apareció Santiago a los adoradores del Sol poniente que habitaban estos confines. Mirando al otro lado, se abre el mar sin término que trae vientos de Thule.

La Nueva España · 13 febrero 2011