Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Gastronomía

Ignacio Gracia Noriega

Mantel de nabos y queso

No siempre se ha de comer en el mismo sitio y, por lo demás, también Pickwick era un viajero de cercanías. Concretamente los nabos, para los ovetenses al menos, exigen viaje a Sotrondio, por San Martín; a La Foz de Morcín, por San Antón; a Proaza, por San Blas. Así lo vio con claridad un reputado poeta local, Andrés García García, en un poema que describe al monte Naranco con la concisión de un haiku:

Naranco,
campo de nabos,
Avión que vuela
monumento sacro.

El 17 de enero, festividad de San Antonio de Egipto, San Antón para la gente de esta tierra, se celebra en La Foz de Morcín, desde hace veinticinco años, una fiesta gastronómica en la que los nabos ocupan el centro de las mesas. No era esto pretexto para una reunión plenaria de la cofradía. Acudieron a La Foz los cofrades numerarios Vidal Peña, José Luis García Delgado, Eduardo Méndez Riestra y quien firma este escrito y el cofrade electo Silverio Cañada. Comimos en el bar de Gerardo y ahora vamos a relatar la aventura.

Ágrafos del volante, como es sabido, tomamos el autobús que lleva a Riosa. Experto volantista, el conductor nos llevó a nuestro destino sin novedad. A mar lado, dos señoras revelaban la enorme variedad sociológica del país, pues ambas hablaban de enfermedades y hospitales, pero mientras una decía «ta malín», la otra pronunciaba con plena seguridad la palabra «colesterol» y similares. El autobús se detenía con frecuencia (tarda tres cuartos de hora en recorrer los diecinueve kilómetros que separan Oviedo de La Vega de Riosa) y la más rústica, que vestía de luto, comentó: «Esto parece el tranviario». Había también media tribu de portuguesas excesivamente locuaces. Las lluvias habían retirado las nieves del Aramo, el cielo parecía un telón de plata y los ríos bajaban arrebatados. Descendidos en La Vega de Riosa, para aprovechar el viaje y dar un paseo. Los riscos y las rugosidades del Arana destacaban entre la nieve como el negativo de una fotografía. Caminamos un poco. Había en la carretera un enorme socavón. Un sol de invierno golpeaba Doña Juandi, hermoso pueblo situado en lo alto de una colina. Desde La Vega de Riosa se tiene la sensación de estar en alta mane tafia, con pueblos pardos repartidos por las alturas y bosques lejanos, en los que el matorral rojizo parece como si fuera bruma. Este paisaje impresionante y arcaico fue duramente ofendido por arquitectos mostrencos que llenaron el valle de bloques de viviendas que recuerdan el suburbio de una ciudad horrorosa. Riosa recuerda, con su calle principal, recta, y el murallón montañoso al fondo, un poblado minero de Klondyke. José Luis, en esa calle, me dijo que se había muerto Richard Boone. ¡Qué malo más bueno fue Richard Boonel Tomaba los taxis de manera contundente y siempre parecía que no creía. en nada, que no se fiaba d nadie. Era un espléndido actor fatalista, de voz ronca, picado de viruelas, lento, tranquilo, irónico. Miraba con unos ojos medio ocultos por las ojeras y, aunque fuera muy feo, siempre era verosímil cuando sonreía. Fue Sam Houston, en «El Álamo», raptó a un nieto de John Wayne en «El gran Jack», derrotó a otros espías en «La carta del Kremlin» y vivió la decadencia del indiano en un bello escenario derruido en «El compromiso».

De Riosa a La Foz se va dando un paseo. Este año La Foz estaba llena de automóviles y gente. Se celebraba, por primera vez, el certamen de queso «afuega el pitu», feliz iniciativa de la nueva directiva de la Hermandad de la Virgen de la Probe. El queso de «afuega el pitu» es característico de varias zonas de Asturias, pero el que se hace en Candamo, Grado o Campo de Caso goza de más fama que el de las vertientes del Aramo. A éste se le añade pimentón picante o dulce, según los casos, y resulta menos áspero.

Pueden comerse nabos en La Foz, y con plena garantía, en el bar de Gerardo, en Los Panizales o en el Bar Minero. En esta ocasión fuimos a lo de Gerardo, que, por cierto, es la última vez que los prepara, pues estuvo cotizando a autónomos, ha cumplido la edad reglamentaria y ahora quiere vivir de rentas. Es lástima, porque se trata de otra digna cocina que desaparece.

Gerardo es un tabernero de una curiosidad intelectual inagotable. Bajo y colorado, can blusón azul, gafas y madreñas, gusta de charlar despacio con sus clientes. Por su bar paraba el inolvidable Mané, el llorado Hermenegildo Bardio Cachero, que era un excelente contertulio y en cuya compañía pateó en muchas ocasiones Morcín y Riosa. Ir con él era cosa de fábula, pues le conocían en los caseríos más remotos, sabía historietas de ayalgas y de lobos y era capaz de subir al Monsacro con el cigarro de caldo en la boca. A Gerardo hubo una época en que le interesaba la parapsicología y estaba muy intrigado con Germán de Argumosa y el misterio de las caras de Bélmez. Se preguntaba si eso podía ser verdad, siempre desde una posición racionalista, y yo le decía que conocía a Argumosa y que fuera a saber. De aquella Argumosa andaba muy interesado con las psicofonías, pero Exiquio García Carbajo le reprochaba que hubiera captado, en una, cierta voz de ultratumba que le advertía: «Germán, Germán, te roba la criada». La última vez que le vi fue en la Castellana y me dijo que llevaba muy avanzado un libro donde probaba la existencia de Dios.

El bar de Gerardo es amplísimo y tiene comedores arriba, abajo y en la galería. En el de la galería comían las dignísimas autoridades, entre las que se contaban el ministro autonómico de Agricultura y su director general, que acudían acompañados de sus señoras. Se entiende que el poder siempre es machista, por lo que las señoras comieron en mesa aparte, pero es preciso reconocer que de cuando en cuando los dos caballeros se levantaban y les preguntaban cómo iba todo. Al final fueron también a saludarlas dos dirigentes locales, suponemos que de UCD. La Guardia Civil comía en mesa larga, dando la cara al comedor, y el clero, que comió antes, ya hacía sobremesa cuando nosotros llegamos. Silverio Cañada hacia fotografías con grandes recursos técnicos y las niñas ataviadas con el traje regional que comían en una mesa cercana. Le preguntó una niña: «¿Dónde van a salir estas fotografías?»; «En la Enciclopedia Asturiana -contestó Silverio-. Dile a tu papá que te la compre». Las anécdotas fotográficas de Silverio son pintorescas. En cierta ocasión llegó a la tertulia del bar Noriega, también con trípode y acompañado de Félix Guisasola y uno de los contertulios tenía en su casa un hacha prehistórica, que no se atrevía a permitir que le fotografiaran ni siquiera para la Enciclopedia Asturiana, pues se la había regaladora Joaquín Manzanares y si la tenía era en usufructo. Fue decisivo el argumento de Jesús Evaristo Casariego en favor de la fotografía, que dijo: «La fotografía es tan sólo una imagen que no daña al objeto. Yo entregué una fotografía. de mi esposa vestida de Marquesa para la Enciclopedia, y ello no significa que haya entregado a mi mujer». Convencido por este argumento el usufructuario del hacha nos llevó a su casa, nos invitó a whisky y nos la mostró, encerrada en un suntuoso cofre de madera forrado de terciopelo.

El menú fue largo, tanto por el número de platos que lo componían como por el mucho ajetreo que recaía sobre los camareros, impecablemente vestidos de negro y con pajarita, aunque desbordados por la gran afluencia de comensales. Tomamos sopa, nabos, callos, casadiellas y queso. Esto, junto con cafés y media botella de whisky, vino a salir por unas mil trescientas pesetas por cabeza. Aunque el plato principal de la comida fuera el pote de nabos, los callos los superaban con mucho.

Entre los comensales habituales vimos a Paco Ballesteros. En cambio, echamos en falta a Modesto González Cobas, a Manolo Mairlot y ese entusiasta de las cosas de Morcín que es Marcial. Los nabos de San Antón son una de las fiestas gastronómicas más serias del invierno asturiano. Miguel Fernández Fernández, presidente de la Hermandad La Probe; Jesús Suárez Díaz su tesorero, y los otros miembros de la directiva pueden considerarse satisfechos por el éxito de la fiesta.

Gastronomía · La Nueva España · 25 enero 1981