Ignacio Gracia Noriega
El arte de Maria Luisa García
La gastronomía se está poniendo de moda. La moda es francesa y entró, cómo no, por Cataluña, que fue provincia adelantada en publicaciones del género, que a través de plumas insignes como las de Néstor Luján, Juan Perucho y Luis Bettonica, llegaban a revistas no estrictamente dedicadas al tema como, por citar ejemplos claros, «Destino» o «Historia y Vida». Esta moda, como todas, llega a España con bastante retraso y como manifestación de un desatino sociológico, paleas los españolitos, ahora que el utilitario se ha popularizado, toman como reflejo de su triunfo social sacar a su mora a cenar en un restaurante los viernes. Mas, para desgracia nuestra, ahora que es cuando más se habla de comida es cuando peor se come. El español solía ser muy pudoroso a la hora de hablar de su cocina, y tan sólo quienes no comían o comían mal, alardeaban de ella: ahí tenemos al hidalgo del «Lazarillo de Tormes» mondándose ostensiblemente los dientes a la puerta de su casa después de no haber comido. Recuerdo que en la «mili» donde la comida, sin ser nada especial, era cuando menos pasable (no olvidemos que, a comienzos de siglo, el gastrónomo Picadillo fue asesor en materia culinaria de varios cuarteles gallegos), eran los soldados más desharrapados quienes más ascos hacían de ella.
La carestía de la vida ha perjudicado a los restaurantes lo mismo que el desconocimiento de tanto dominguero indocumentado, que sale a buscar bochinches de mala muerte en cualquier lugar remoto para luego contar el lunes en la oficina que Maruca, la de Tasio (es un decir, yo no conozco ningún bar que se llame así) pone los huevos fritos muy bien y muy baratos, y que tiene jamón casero. Los compañeros de oficina empiezan a frecuentar la tasca de Macuca la de Tasio y a extasiarse ante los huevos fritos tanto como Benasur de Judea cuando los ve por primera vez, en una novela de Núñez Alonso. Pero siempre surge otro enterado que dice: «Pues Pacha la Colza los fríe mucho mejor». Y ahí tenemos dos tascas estropeadas, y a Maruca la de Tasio y Pacha la Colza haciendo su agosto a base de freír huevos de granja con mal aceite.
El capítulo de la carestía de los restaurantes merece especial atención. Un restaurante de dos o tres tenedores, con un solo camarero para atender a docenas de clientes, no puede pasar una cuenta de 3.400 por persona: no, porque eso significa que tanto quien lo cobra como quien lo paga han perdido el sentido común y toda forma de moderación. El coste de las materias primas, en efecto, ha subido, y ha subido mucho, y es lógico que tales subidas repercutan en las cartas de los restaurantes. Mas curiosamente estamos asistiendo a un proceso donde la relación calidad/precio se ha perdido y son ahora como líneas paralelas que jamás llegan a unirse. El ciudadano que acude a un restaurante paga mucho más de lo que pagaba hace un año a cambio de raciones más escasas, alimentos de mucha peor calidad y servicio mucho menos esmerado. Bien está que se cobre lo que el restaurador juzgue justo, e incluso algo más, pues el hombre está a lo suyo, que es a ganar cuartos; pero sería deseable que parte de ese dinero que cobra de más lo invirtiera en beneficio del cliente, pues es a fin de cuentas quien va allí a dejarle los dineros. Mas por lo general, sucede así, y como reflexiona con amargura. Fernando Pessoa, «ya no se puede tener razón ni en un restaurante».
Por esto, lo ideal seria que la gente comiera en su casa, máxime cuando vivimos en una región, Asturias, con buena tradición de cocina casera. Aquí, lo mismo que en Santander, Galicia, Vasconia o Cataluña, la gente cuida, por término medio, sus comidas bantante; prueba de ello es que en estas regiones de minifundio no se ha dado un solo caso de afección por aceite de colza.
Sucede, sin embargo, que con tanto movimiento por la liberación de la mujer, y tanta mujer que trabaja fuera de casa, se ha perdido la sana costumbre de cocinar casero y se busca el sucedáneo en restaurante con manteles de cuadros rojos que adornan el comedor con una amarillenta fotografía familiar y que ofrecen raciones abundantes (ahora ya menos), guisadas con mucha grasa. La «cocina casera» parece ser sinónimo de grasa abundante. En sus hogares las ínclitas trabajadoras de los tiempos nuevos hacen fritangas y de postre yogur envasado.
Es impensable una gastronomía, aunque sea literaria, sin el apoyo de una buena cocina familiar tradicional y sin el concurso de buenas cocineras. Antes de que hubiera grandes obras sobre variadas comidas, fueron imprescindibles los recetarios, y en este campo, últimamente Asturias está bien servida, pues a las obras de María Luisa García se unen el recetario de Magdalena Alperi editado por Silverio Cañada, o el curioso y muy útil «La cocina tradicional de Asturias», exhumado por Evaristo Arce de un manuscrito del siglo pasado.
María Luisa García, de Meres, es una antigua entusiasta de nuestra cocina asturiana, tanto tradicional como funcional. De 1971 data su libro «Platos típicos de la cocina asturiana». De su calidad y facilidad puedo decir que mi madre, que es buena cocinera, lleva utilizándolo desde su publicación. Anteriormente había aparecido con su firma «El arte de cocinar» (1970), que conoce su onceava edición este año. Por su parte, «Platos típicos de la cocina asturiana» va por la séptima. ¿Dónde radica este éxito que convierte a María Luisa García en la mayor autora asturiana de best sellers, después de Corta Tellado? Creo que en la sencillez. María Luisa no se pierde en inútiles reflexiones ni incluye en sus recetas elementos que no puedan encontrarse en la tienda que hay en la calle. de cada uno. Escribe sus recetarios siguiendo el consejo de Azorín, colocando una frase detrás de otra; su estilo es tosco, pero eso no importa, ya que a sus libros no se acude en busca de placeres literarios, sino en el paladar, y tanto aprovechan éstos a la cocinera primeriza como a la experta. No digo que se pueda aprender a cocinar con un libro en la mano únicamente, pero los de María Luisa García son una ayuda inapreciable para ello.
María Luisa García conoce las necesidades del ama de casa, de la cocinera. Tomemos algún recetario pretencioso, por ejemplo, la «Enciclopedia Salvat de la cocina» y comparémoslo con cualquier libro de María Luisa para entender en éxito de venta. Evita hablar de decilitros; es de esas mujeres que se entienden muy bien por medio de la «pizca», que es medida universal que comprenden todas las cocineras, del mismo modo que los ingleses saben lo que una pulgada manque su definición sea la distancia que hay desde la punta de la nariz de Enrique VII hasta su dedo anular levantado en su brazo extendido.
Por estas razones, y por la sensatez y variedad de sus recetas, ahora que los restaurantes están perdiendo atractivo, puede que sea más conveniente, y desde luego barato, comprar los libros de María Luisa y hacer la comida. como en los viejos tiempos, en la cocina propia.
Gastronomía · 20 septiembre 1981