Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Una lectura: Renan o las fronteras históricas

En 1870, la Francia de Napoleón III pierde la guerra con la Alemania bismarckiana inflamada del estado nacional que teorizara Fichte y elevara al rango de ley histórica Hegel. En nombre de la raza y de la lengua, Alemania reclama como botín bélico Alsacia y Lorena, no como anexión territorial, sino como recuperación de la gran Alemania, a pesar de la postura contraria de sus habitantes. Ernst Renan va a intentar defender los derechos de los ciudadanos de esas dos regiones y al tiempo combatir “un gran error que, si se hiciera dominante, perdería a la civilización europea” (1). Para ello en 1882 dicta en La Sorbona su conferencia “¿Qué es una nación?”, alegato contra el nacionalismo étnico-lingüístico que causaría las dos guerras mundiales.

Hay desde el principio dos apreciaciones orientativas de sumo interés: nación es una idea con apariencia clara -casi evidente- pero que se presta a los más peligrosos equívocos y además nos movemos en terreno minado en el que la menor confusión sobre el sentido de las palabras al inicio del razonamiento puede producir al final los más funestos errores. Porque la nación existente, por mucho que se pretenda, no es una creación de la mente, ni tampoco la determinista consumación de una ley histórica inexorable, ni la iluminación del profeta de turno, sino un proceso evolutivo, lleno de meandros y de perfiles curvos que da lugar a una realidad encarnada: un fruto de la historia que se actualiza en el presente. "La nación moderna es un resultado histórico producido por una serie de hechos convergentes en el mismo sentido” (2).

De hecho, la nación es una realidad moderna. Tienen pasado y narrativa, pero no son preexistentes. No existe tal cosa como la nación telúrica escondida en el subsuelo presta a fructificar mediante la revitalización de sus elementos puros. Tal forma de raciocinio es puramente literaria, pertenece al ámbito de la imaginación. No hay algo así como la nación perdida que es preciso construir o reconstruir. No existió, nunca ha existido nada similar.

En la historia de las organizaciones humanas ha habido un proceso evolutivo complejo para dar respuesta a las necesidades del incremento demográfico cuyos puntos de referencia habituales han sido pequeñas colectividades proyección casi directa de familias -tribus, clanes, ciudades-estado- e imperios multiétnicos y plurilingüísticos. Para que existiera una unidad convivencia o una comunidad con lazos diferenciales siempre han tenido que darse dos hechos de legitimidad, dos elementos de cohesión: la existencia de una dinastía y de una religión oficial. Un poder terreno basado en el designio y la protección de la divinidad estrechamente ligada con el culto a los antepasados. Los dioses son de la ciudad o de la tribu, y reducen a ese ámbito su protección. Sólo el cristianismo da el salto a una religión universal, pero Renan percibe en la existencia de santos patronos de las ciudades una reminiscencia del mundo antiguo.

Nunca se ha tenido en cuenta como dato relevante ni la raza ni la lengua. Renan apunta que el orden zoológico de la humanidad se pierde en la noche de los tiempos; intelectualmente es una fosilización. “La verdad es que no hay raza pura y que hacer descansar la política sobre el análisis etnográfico es hacerla agruparse en una quimera” (3). Nunca en la historia ha habido unidades fisiológicas, y las diferencias craneales o de cualquier otro tipo, siempre se han dado internamente en cada grupo humano. Tal aspecto ni fue un dato eficaz ni determinante en el terreno de los intercambios humanos. Esa pretendida unidad fisiológicas nunca existió en los grupos ario, semítico o tiranio primitivos. Las naciones europeas son fruto natural de la mezcla. Para nada pesó la raza en la consideración de los bárbaros invasores del imperio romano. “Las delimitaciones de los reinos bárbaros no tienen nada de etnográficas; son reguladas por la fuerza o el capricho de los invasores. La raza de las poblaciones que subordinaban era para ellos la cosa más indiferente” (4) Renan afirma que “los países más nobles son aquellos en los que la sangre está más mezclada” haciendo una reivindicación del mestizaje y señala como “ilusión” la especie de que Alemania es una excepción en ese punto. La pureza es indeseable como idea pero además es imposible como posibilidad; la variedad siempre ha marcado la evolución humana, más cuanto mayor ha sido su despliegue y su comunicación. De hecho, “la conciencia instintiva que ha presidido la confección del mapa de Europa no ha tenido en cuenta para nada la raza, y las primeras naciones de Europa son naciones de sangre mezclada” (5).

La raza en el sentido zoológico es la invención de una supuesta ciencia al servicio de la política estatal; una creación de la mente, una imposición irracional con pretensiones de razón pura. Por ello Renan protesta por el crispador intento de convertir la ficción en un derecho de conquista colectivo. “La historia humana difiere esencialmente de la zoología. La raza no lo es todo, como entre los roedores o los felinos, y no se tiene derecho a ir por el mundo palpando el cráneo de las gentes para después cogerlas por el cuello y decirles: ‘¡Tú eres de nuestra sangre! ¡Tú nos perteneces!’ Más allá de los caracteres antropológicos están la razón, la justicia, lo verdadero, lo bello, que son iguales para todos” (6).

Tampoco la lengua es un elemento determinante, porque Babel siempre ha estado dentro de las organizaciones humanas, en los imperios y en la evolución de las naciones. “La importancia que se presta a las lenguas viene de que se las ve como manifestaciones de la raza. Nada más falso” (7). Los ejemplos que contradicen la identificación entre nación y lengua son numerosos. “La lengua invita a la unión, pero no fuerza a ella. Estados Unidos e Inglaterra, la América española y España, hablan la misma lengua y no forman una sola nación. Por el contrario, Suiza, tan bien construida, puesto que ha sido hecha por el asentimiento de sus diferentes partes, cuenta con tres o cuatro lenguas. Hay en el hombre algo superior a la lengua: es la voluntad” (8).

La apuesta por Babel parte de la consideración de que la lengua condiciona la visión del mundo y de las cosas de tal manera que cada lengua crea su propia cosmovisión. Esto no es más que una idealismo lingüístico, un dogma de la razón, porque si bien las lenguas establecen diferencias como instrumento de conocimiento y de comunicación ello no se produce en términos absolutos de forma que generen un mundo cerrado incapaz de comunicarse con el resto de lenguas y culturas. Se tienen los mismos sentimientos y se aman las mismas cosas en lenguas diferentes.

Renan sólo apunta que si las naciones han sido el fruto de evoluciones históricas parece contradictorio la misma existencia del conflicto y la misma aparición del nacionalismo. Los dos pilares sobre los que se basaba la convivencia humana en una comunidad han sido obligados a evolucionar o incluso han sido suprimidos. La misma pregunta sobre qué es la nación implica el reconocimiento de un terremoto, previo incluso al estado nacional. El principio religioso, la confesionalidad del estado ha desaparecido tras las guerras de religión como elemento cohesionador; no hay ninguna herejía que pueda ser considerada delito y lo que se ha abierto paso es la libertad de cultos, de forma que “cada uno cree y practica a su manera lo que puede y lo que quiere. Ya no hay religión de Estado” (9), han desaparecido las abstracciones metafísicas y religiosas que guardaban celosamente la tradición, de forma que en la misma historia ya no sólo hay recuerdos comunes sino también la necesidad de olvidos comunes. Renan especifica para Francia la Noche de San Bartolomé entre esas últimas necesidades. Eso hace que el pasado no sea un aglutinante unívoco. La nación es historia -evolución histórica- pero ya no puede ser sólo eso, porque en una sociedad plural no puede asumirse -aunque él no lo establezca- una sola interpretación, una historia oficial.

La dinastía ha tenido que sufrir grandes cambios para acomodarse al nuevo impulso democrático y en la misma Inglaterra con la rebelión de Cromwell ha demostrado la ficción de la sacralidad de sus encarnaciones. En Estados Unidos se ha demostrado que el principio monárquico no es imprescindible para mantener la convivencia y generar la nación, sino que basta con el acuerdo de los ciudadanos y la consideración de la igualdad de derechos. Es en Francia donde esa aceleración del cambio adquiere caracteres traumáticos. El nacionalismo no es una creación alemana sino francesa. Renan lo reconoce con orgullo patriótico: “La gloria de Francia está en haber proclamado, con la revolución francesa, que una nación existe por sí misma. No debe parecernos mal que se nos imite. El principio de las naciones es el nuestro” (10). En otras ocasiones, sin embargo, se expresa con más prudencia e incluso pide perdón por guerras agresivas inmediatas; al fin y al cabo, carece de lógica esa reclamación de la paternidad del mal padecido. Eliminada la dinastía y perseguida la religión lo que parece generarse es un vacío, un paso de dos pilares objetivos a una ceremonia de la confusión. El riesgo de caer en nuevas abstracciones, dogmatismos y metafísicas seculares es tan manifiesto que produce vértigo. La frase una “nación existe por sí misma” es manifiestamente inconsistente, no va más allá del dogmatismo y la proclama. Puede traducirse porque la nación puede existir sin la necesidad de un rey o de una religión oficial, sin el paternalismo terreno y providencial, pero tales negaciones no resuelven el problema de fondo. El riesgo máximo es que la nación sea divinizada y abstracciones como pueblo, raza, lengua, rellenen los huecos dejados por los antiguos santorales. Renan no se sustrae a la tentación y espiritualiza la nación en sí misma: “una nación es un alma, un principio espiritual” (11) con una historia común, una voluntad común y glorias comunes. “Haber hecho grandes cosas juntos, querer hacerlas todavía. Se ama en proporción a los sacrificios soportados, a los males sufridos. Se ama la casa que se ha construido y que se transmite. El canto espartano (‘somos lo que vosotros fuisteis; seremos lo que vosotros sois’) es, en su simplicidad, el himno compendiado de toda patria” (12). Pero esto no está ni en la forma ni en el fondo muy alejado de lo que combate, para evitar el riesgo de terminar confirmando en términos de arenga los más oscuros criterios del adversario, Renan tiene que introducir el presente y el individuo: “Una nación es pues una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y los sacrificios que todavía se está dispuesto a hacer. Supone un pasado; se resume, no obstante, en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida en común. La existencia de una nación es (perdónenme esta metáfora) un plebiscito de todos los días, del mismo modo que la existencia del individuo es una perpetua afirmación de vida” (13). Dispuesto a mantener la existencia de las naciones, Renan está lejos de despreciar la historia, que como es visto es básica, porque la nación es un legado de los antepasados, pero al tiempo es un compromiso que se actualiza, una herencia que se acepta, aunque la metáfora plebiscitaria sugiere una puerta abierta al principio de las nacionalidades. De nuevo es precisa la matización, aunque de una manera demasiado inconcreta, Renan percibe que estamos hablando de un individuo con derechos, de un hombre libre, de forma que “el hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su religión, ni del curso de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montaña. Una gran agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, crea una conciencia moral que se llama nación” (14). En cualquier caso, el vacío de las abstracciones lo llena el hombre, sus deseos, sus necesidades.

Consciente de la evolución humana, rechazada la creación ex nihilo de la nación como categoría mental, Renan ni puede ni quiere negar la evolución futura, de forma que la nación no es indisoluble, pero esa evolución no irá en un sentido regresivo. Esta es la parte de la reflexión en la que Renan se muestra tan profético como interesante. Por de pronto, lo que profetiza es una serie de hecatombes en acción-reacción disparadas precisamente por el principio nacional, ese mismo que puso en marcha la revolución francesa y que Prusia ha intensificado. Si la base de la nación es zoológica, las guerras que se avecinan y que la anexión de Alsacia y Lorena incuban serán de exterminio. “La división demasiado acusada de la humanidad en razas, además de basarse en un error científico, no puede conducir más que a guerras de exterminio, a guerras ‘zoológicas’ análogas a las que las diversas especies de roedores o carnívoros libran por la vida” (15). La misma equivocidad de las palabras puede llevar a la catástrofe de la civilización y espera que “cuando la civilización moderna haya zozobrado como consecuencia de la funesta equivocidad de estas palabras (nación, nacionalidad, raza)” se recuerden sus reflexiones y sobre todo la idea verdaderamente fundamental: “el hombre no pertenece a su lengua ni a su raza: no se pertenece más que a sí mismo, puesto que es un ser libre, un ser moral” (16).

Renan ha desentrañado acertadamente que la teoría de los “límites naturales”, sea cual sea el criterio de sustentación incluidos los elementos geográficos aparentemente más objetivos como ríos o montañas, es una invitación a la guerra y la instalación permanente en el conflicto. Como patriota francés que se proclama sabe que Francia irá en el futuro de nuevo a la guerra, y así se lo establece en su correspondencia pública con Strauss y que esas guerras futuras bajo las nuevas abstracciones serán de una desconocida crueldad. Esos “límites naturales” de la nación son precisamente cualquier cosa menos naturales, son exigencias de laboratorio, elucubraciones de cátedra y objetivos de estado mayor.

En el fondo, lo que tenemos como base de la evolución futura es la herencia que hemos recibido, para edificar sobre ella, y esa herencia extrayendo las conclusiones lógicas de la reflexión de Renan pasan por las “fronteras históricas”, contradecir la historia es el conflicto, sólo nos queda ir hacia delante y en todo caso superarla. Aunque no es su momento histórico, y no va a abjurar de su patriotismo latente, Renan contempla una futura federación europea como la superación de lo que en otro caso sería un conflicto permanente. “Las naciones no son algo eterno. Han tenido un inicio y tendrán un final. Probablemente, la confederación europea las reemplazará” (17).

La paradoja necesaria es que hay que mantener las “fronteras históricas” y al tiempo relativizarlas; hacerlas menos fronteras, pero no crear otras nuevas. Es el aspecto a la postre más interesante y fructífero de Renan: “Sorprende que algunos de sus mejores espíritus -señala a Strauss- no vean esto y, sobre todo, que se muestren contrarios a una intervención de Europa en estas cuestiones. A lo que parece, la paz no puede concertarse directamente entre Francia y Alemania; no puede ser la obra más que de Europa, que ha condenado la guerra y debe querer que ninguno de los miembros de la familia europea sea debilitado en exceso. Usted habla, con cordura, de garantías contra la vuelta a sueños malsanos; pero ¿qué otra garantía que la de Europa valdría para consagrar de nuevo las fronteras actuales, prohibiendo a quien quiera que sea soñar en mover los límites fijados por los antiguos tratados? Cualquier otra solución dejará la puerta abierta a venganzas sin fin. Que Europa haga esto y habrá sembrado para el futuro el germen de la más fecunda institución, quiero decir, el germen de una autoridad central, salida del congreso de los Estados Unidos de Europa, que juzgue a las naciones, se imponga a ellas y corrija el principio de las nacionalidades por el principio de la federación” (18).

Habla nuestro autor de una Europa como entelequia pero propone una Europa como realidad que ponga coto y supere el principio de las nacionalidades en una serie de equilibrios que pasan por el respeto a las “fronteras históricas” en un principio de federación en el que esas disputas carezcan de sentido en una evolución superior. Hemos construido Europa precisamente para superar el principio de las nacionalidades no para crear otras nuevas, para relativizar las fronteras haciéndolas por ello estables no para levantar otras nuevas en su interior que serían una regresiva apuesta por el conflicto y un rechazo a la misma idea de Europa.

La Ilustración liberal · número 8