Ignacio Gracia Noriega
Guimarães Rosa
A los cien años de su nacimiento, la obra del mejor novelista de la América latina mantiene la potencia casi bíblica
Hasta 1967, que se publica en español «Gran serton: veredas», novela que había aparecido en Río de Janeiro en 1963, el brasileño João Guimarães Rosa era un perfecto desconocido entre nosotros. A partir de este momento empezó a considerársele como el mejor novelista brasileño, incluso por encima de otros más divulgados en Europa, como Jorge Amado o Graciliano Ramos, y hasta pudo decirse, sin exageración, que era el mejor novelista de América «latina», de mayor potencia creedora y mayor fuerza épica que los consabidos García Márquez, Vargas Llosa y nada digamos de Carlos Fuentes. En cuanto a «América latina», término del que años más tarde abusarían, con demagogia indigenista y antiespañola Felipe González y otros «progresistas», en este caso es correcto, ya que se trata de la literatura de procedencia latina, española y portuguesa, diferente de la anglosajona del norte de Río Grande, y cuyos grandes representantes se llaman Faulkner, Hemingway o Thomas Wolfe. Guimarães se convirtió en una figura literaria importantísima, y otros libros vinieron a avalarle, como el excelente volumen de cuentos «Primeras historias». Posteriormente se reúne en un volumen titulado «Manolón y Miguelín», y dos espléndida novelas cortas, «Campo general» y «Una historia de amor». Y después vuelve a abatirse el olvido sobre Guimarães Rosa, sin que por ello haya dejado de ser un novelista imponente: para mí, el mejor de América, al sur del Río Grande.
La literatura de lengua portuguesa, tanto de uno como de otro lado del Atlántico, tiene muy mala suerte en España. Durante unos años se publicaron numerosas novelas brasileñas sin resultado aparente, coincidiendo más o menos con el apogeo del «cinema novo», que no tardó en revelarse como puro disparate en obras alucinadas y pedantes como la de Glauber Rocha, en tanto que se relegaban películas de más hondura, como «O Cangaceiro», de Lima Barreto, que tenía una canción inolvidable; pero no fueron suficientes para demostrar el camelo de la «literatura hispanoamericana», aunque algunas de las novelas brasileñas eran mucho mejores. Y con la literatura de Portugal sucede más o menos lo mismo: se promociona a un pelmazo como Saramago, que aburre a las piedras, con relegamiento de un gran novelista como Lobo Antunes, más que nada porque se trata de un «progre»: pero no se ha demostrado que un «progre» sea capaz de escribir buenas novelas o resolver una crisis económica.
João Guimarães Rosa nació en 1908 en el estado brasileño de Minas Gerais. Durante años ejerció la medicina en las tierras casi despobladas del interior del país, por las que había de desplazarse a caballo, y muchas veces se veía obligado a abrir veredas a golpe de machete. Por eso, a pesar de su robusto estilo épico y acumulativo, «Gran sertón: veredas» produce una fuerte impresión de realidad y de veracidad. Mucho más que el cine de Glauber Rocha, que aunque idolatrado por los «progres» de la época hoy está merecidamente olvidado. Guimarães Rosa, cuando menos, escribía sobre un mundo extraño que conocía. «Gran sertón: veredas» es un libro dialectal y geológico, local y épico, probablemente una de las obras literarias más ambiciosas del siglo XX. Hubo quien lo comparó con el «Ulises», de Joyce, con el que poco tiene en común («Ulises» es una novela urbana, «Gran serton», una novela rural), salvo en la espléndida imaginación lingüística. Guimarães no recrea un mito clásico, sino que plantea un tema eterno: la presencia del demonio, en este caso hecha realidad o resultado de la imaginación de las gentes de Sertao. El demonio existe, como existe la muerte y como existe la vida. La novela termina con estas significativas palabras: «¡El demonio no hay! Es lo que yo digo, si hubiese... Lo que existe es el hombre humano. Travesía».
Guimarães abandonó la medicina por la diplomacia, y ocupó el cargo de jefe de Fronteras con rango de embajador. No por ello abandona literariamente el sertón, donde se desarrollan los cuentos de sus «Primeras historias», entre ellos un cuento verdaderamente mágico, como «La tercera orilla del río», o sátiras tan corrosivas como «Famigerado», que merece la pena plagiar para caracterizar a los caciques actuales. Su primer libro fue una colección de relatos, «Sagarana», publicada en 1946; diez años más tarde publicó «Corpo de Baile». Su muerte en 1967, días después de tomar posesión como miembro de la academia brasileña de letras, le impidió promocionarse en la metrópoli (algo en que los americanos son expertos). A los cien años de su nacimiento, su obra, no demasiado extensa, mantiene la potencia casi bíblica y el despliegue portentoso de imaginación verbal.
La Nueva España · 16 noviembre 2008