Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Borau, en la Academia

Como el cinematógrafo es un lenguaje, es normal que tenga asiento o sillón en la Academia de la Lengua, que dirige, con versallesca y atareada satisfacción, Víctor de la Concha. Ser versallesco en pleno monocultivo cultural societario tiene mérito, pero a De la Concha le sale muy bien, como tantas otras cosas. Aunque Emilio Alarcos se refería en un prólogo a Masip a la grosería y mugror de esta época (de la que Masip era excepción entre la clase política), las cosas no son lo que parecen, y así, yo he quedado sorprendidísimo al leer un prólogo de César Antonio Molina (el ministro de Cultura del Gobierno más rojo que tuvo España en toda su historia, vamos, el Lunarcharski del zapaterismo), ni más ni menos que a Cunqueiro, en el que se muestra de acuerdo con la defensa que el escritor gallego hacía de la fantasía frente al realismo (adjetivado a veces como socialista y otras como «de la berza» en uno de sus escasos escritos teóricos. Bien es verdad que Molina es un hombre discreto, al menos como Ministro, y el que mejor aguanta el tipo entre los de su gremio en los últimos años. La que debe cambiar poco es la Academia, y hace bien, aunque el incombustible De la Concha hace lo que puede para adaptarla al fragor y al mugror de los tiempos nuevos. Sin embargo, estos cambios circunstanciales son irrelevantes y, las más de las veces, se olvidan. Porque la lengua, que es lo que verdaderamente interesa en la Academia, no tiene por qué adaptarse a los vaivenes de la política, que no es lo mismo que la sociedad. De hecho, una cosa es el Diccionario y otra el «Boletín Oficial del Estado».

No obstante, a veces la Academia acoge novedades muy tempranamente. La española hizo académica a Carmen Conde mucho antes que la francesa concediera el mismo rango a Marguerite Yourcenar. Pero no hay comparación entre Carmen Conde y Marguerite Yourcenar, por lo que a la Academia española le hubiera traído cuenta haber esperado un poco. En cambio, la Academia francesa se adelantó a toda las instituciones de ese tipo admitiendo en su seno, en el que no habían sido recibidos Molière ni Balzac, a René Clair. Bien es verdad que ya figuraba gente de cine entre los académicos franceses, como Marcel Pagnol y, sobre todo, Jean Cocteau, autor de algunas de las más hermosas películas fantásticas y poéticas del cinematógrafo. pero la obra literaria de Pagnol y Cocteau es de mayor volumen que la cinematográfica. Clair fue académico sólo por sus películas, y con ese motivo, la prensa echó las campanas al vuelo alborozándose porque «el cine entraba en la Academia». Tuvo que poner orden un artículo de «Film Ideal», firmado por no recuerdo quién, en el que se ponía en cuestión el llamado «cine literario» (algo tan pedante, cuando menos, como la «novela ensayo») y se exponía que la entrada de Clair en la Academia no significaba absolutamente nada, porque el cine eran Renoir, Rossellini y Sam Fuller, frente a Clair y Autant-Lara.

En España, el cine estaba peor visto que en Francia (en buena parte, por culpa del cine español), por lo que el ingreso de un cineasta en la Academia se preveía bastante difícil. Podía haber ingresado en ella con todos los honores Edgar Neville, pero no entró: ni siquiera sé si se lo habrán propuesto. Entró más adelante un autor irrelevante como López Rubio, con alguna relación con el cine. Y con el tiempo, Berlanga ingresa en la Academia... de Bellas Artes. Finalmente, Fernando Fernán-Gómez logra sentarse en un sillón con letra (no sé si mayúscula o minúscula). Fernando Fernán-Gómez, que era un actor muy popular de mediados del siglo pasado gracias a películas como «Balarrasa», «Faustina», «La otra vida del capitán Contreras», etcétera, también dirigió películas, escribió libros y tenía muy buena voz y la acertada teoría de que no se debe recitar como si se estuvieran leyendo versos.

No sé si José Luis Borau habrá sido designado para sucederle, ya que antes, en la Academia, había cupo de generales, arzobispos, científicos, etcétera. Puede que también lo haya de cineastas, y aunque no lo hubiera, Borau está muy dignamente en ella, no sólo por sus películas («Hay que matar a B», «La Sabina», «Furtivos», «Río abajo»), por sus guiones y por su labor docente. Hoy por hoy, Borau es uno de los buenos cultivadores de ese género dificilísimo del cuento. Sus libros «Camisa de once varas» y «El amigo de invierno» revelan a un narrador seguro, con humor y lenguaje rico y vivo, como observó Josefina Martínez cuando le concedimos el premio «Tigre Juan» de 2004. Entonces Borau se calificó, en carta personal, como escritor tardío, «sólo empujado al campo literario por empeño de amigos y colaboradores». De manera que Borau es un brillante descubrimiento del premio «Tigre Juan» que en cuatro años consiguió un asiento en la Academia. Los cuentos de Borau son trozos de vida, retazos de mundo que el autor observa de manera a la vez implacable y tierna, humorista y benevolente. Como Antonio Pereira, como el marqués de Tamarón (por citar a excelentes cuentistas vivos), Borau extrae su material de lo que le rodea y no precisa de grandes historias para escribir grandes cuentos. Además, en los suyos pasan cosas, y como el tiempo del cine es distinto al de la literatura, se resuelven con rapidez y eficacia. Ya apuntaba Azorín que el problema del cine español era que los directores no sabían escribir. Borau, buen escritor, ha hecho buen cine y buenos cuentos.

La Nueva España · 20 diciembre 2008