Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Hemeroteca

Ignacio Gracia Noriega

Aclarando cosas sobre José Manuel Castañón

Yo creo que a quien corresponde indignarse por la carta de una hija de José Manuel Castañón publicada en este periódico es a mí. Habré escrito más de una docena de artículos sobre Castañón –y si a alguien le parece exageración, que consulte la hemeroteca, le recibí en mi casa siempre que le apeteció instalarse en ella, le escuché cuando los más lo huían, y jamás jamás recibí una palabra ni un gesto de agradecimiento por parte de sus vástagos. Es más: por lo que ellos se ocupaban de él y por lo que él se ocupaba de ellos, bien pudiera parecer que nunca tuvo hijos. Ahora resulta que los tiene, para mi sorpresa.

En cuanto a Castañón, creo que le conocí bastante bien a lo largo de muchos años. No escribió doscientos libros, pero pesaban tanto como si hubieran sido cuatrocientos. Y, en efecto, había leído a César Vallejo. Lo malo es que no leyó más que a Vallejo, y tal vez a Juan Larrea y las cartas que le escribió Ramón Gómez de la Serna a su padre. De manera que, como sabía poco, se citaba a sí mismo. Era una manera, a mi entender, de remendar carencias.

Era vanidoso y poco agradecido. A mí jamás me agradeció nada de lo que escribí sobre él: hubiera querido que le dieran el premio Nobel o hacerse rico con lo que escribía, y como no podía ser, al final estaba amargado. En cierta ocasión que escribí un artículo sobre el libro «De toros», de Julián Cañedo, me reprochó agriamente que no hubiera hecho constar que fue él, Castañón, quien presentó al prologuista de la obra, Valentín Andrés Álvarez, a su autor, el conocido «torero práctico» ovetense. Como le contesté que lo que importaba era el prólogo de don Valentín, no quién lo hubiera gestionado, le pareció mal. No por eso tuve la suerte de que cortara sus relaciones conmigo, ya que continuó manteniéndolas cuando le convenía.

No dejaba títere con cabeza, con resentida acritud. En cierta ocasión fue a visitarme en compañía del embajador de Venezuela, un perfecto caballero y excelente escritor, Rigoberto Henríquez Vera. Los llevé a comer a un restaurante, y advertido el dueño de quiénes eran los visitantes, salió a recibirnos, confundiendo a Castañón con el embajador, a lo que el padre de esa indignada señorita contestó airado: «¡Qué voy a ser yo embajador! Lo sería si hubiera sido un lameculos como ése que viene ahí detrás». Vive todavía el dueño del restaurante, que puede confirmarlo.

Castañón escribió dos novelas sobre la guerra civil, «Bezana roja» y «Bezana azul». Al final, de acuerdo con sus palabras, no se sabía si en la guerra había estado con los rojos o los azules. Tanto es así que su antiguo asistente en el Ejército, Alejandro el de Mildón, decía: «¡Pero se dan ustedes cuenta de lo rojo que se volvió don José Manuel!». De todos modos, durante la guerra civil, bajo la guerrera de oficial nacionalista, llevaba la camisa azul de Falange en lugar de la camisa caqui del Ejército. Respecto a su paulina conversión al antifranquismo (que era a lo que se reducía su ideología política), podría referir algunas cosas, mas prefiero no hacerlo. Tampoco recordar los improperios contra quienes consiguieron que se le restituyera la paga de oficial mutilado, pero no la correspondiente al grado que él hubiera querido. Que no me diga, pues, su hija, que yo no conocí a su padre.

Para terminar, no comparto el topicazo, bienintencionado aunque absurdo, con que la hija de Castañón remata su carta. Es falsísimo que las guerras las pierdan todos, el pueblo. Si los griegos no hubieran detenido a los persas, si Roma no se hubiera impuesto a Asia y al norte de África, Europa no existiría. Si los del bando que fue de su padre, le guste ahora o no, no hubieran vencido en 1939, a estas alturas estaríamos como en Rumanía. Si los aliados no derrotan al Eje en 1945 el mundo desfilaría al paso de la oca. La sociedad actual está tan infectada de «corrección política» que es capaz de admitir las mayores sandeces.

La Nueva España · 21 marzo 2010