Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Larra en su bicentenario

Sobre la obra "Larra. Biografía de un hombre desesperado" de Jesús Miranda de Larra

El bicentenario del nacimiento de Mariano José de Larra no parece haber despertado el pasado año la emoción que provocó su muerte ni el interés posterior hacia su obra, que fue uno de los rasgos comunes de ese grupo de escritores tan diversos que habitualmente se agrupan bajo el rótulo de Generación del 98 y que algunos de sus miembros afirman que la hubo (Azorín) y otros la niegan (Baroja). Muy anteriormente, el pistoletazo que puso fin a su vida fue uno de los puntos de partida del romanticismo español. En su entierro (que pudo efectuarse en sagrado, aunque se trataba de un suicida, por intercesión directa del ministro de Gracia y Justicia), se destacó de los asistentes un joven y hasta entonces desconocido poeta que recitó unos versos elegíacos que, si no son de los mejores de nuestras letras, sí se cuentan entre los más conocidos: «Ese vago clamor que rasga el viento / es la voz funeral de una campana [...]». El poeta era el luego célebre José Zorrilla, que se dio a conocer durante el entierro en la cripta de la real iglesia parroquial de Santiago y San Juan Bautista de Madrid, el 15 de febrero de 1837. Curiosamente, y es documento que aporta, entre otros, el libro que pasamos a comentar a continuación, en el registro de difuntos de la parroquia se recoge que el finado «se ha suicidado de un tiro de pistola, en la noche anterior a las ocho y media, a la edad de veintisiete años», aunque también consta que «no pagaron derechos algunos a esta fábrica, por no haberle hecho entierro alguno». Mariano José de Larra, el mejor articulista de su tiempo, sin duda alguna, a causa de una decepción amorosa, según la opinión generalizada, aunque también se buscaron otros motivos a su suicidio, de carácter más ideológico que sentimental, se sentó ante un espejo en su domicilio madrileño y se disparó un tiro en la sien, con una pistola pequeña pero efectiva, cuya fotografía (sobre un autógrafo firmado por «Fígaro») compone la llamativa cubierta de esta «biografía de un hombre desesperado». En su momento final, Larra tuvo mejor pulso que el poeta portugués Antero de Quental, quien hubo de pegarse dos tiros para matarse.

A diferencia de Portugal, donde los escritores se suicidan con tanta naturalidad como los japoneses, en España son raros los suicidas literarios. El más sobresaliente es Larra, por lo que se le conoce por suicida tanto o más que por lo que escribió. Es el destino de los escritores que perecen de manera violenta, y a este respecto no hará falta citar a García Lorca, más recordado por fusilado que por poeta, al menos en determinados ambientes. Como poeta, a Lorca se le recordaba también hace años por algunos versos del Romancero gitano, de la misma manera que a Larra se le recuerda por haber escrito «Vuelva usted mañana», y es que la lepra de la burocracia no ha cambiado lo más mínimo en dos siglos: continúa la misma indolencia y la misma falta de respeto al usuario, sólo que ahora con informática. Un título tan expresivo, tan formidable como «Vuelva usted mañana», exime a muchos que lo invocan de leer el artículo. Otros títulos de Larra son igualmente conocidos, como «Casarse pronto y mal», que tal vez merezca una mínima modificación, ya que se casan pocos, pero también lo hacen pronto y terminan peor, y en cuanto a «El castellano viejo» ahora ha sido sustituido por el «español nuevo», demócrata, solidario, desinhibido, calvo y deportista. Y es que lo que perdura de Larra es su obra periodística, de manera especial los artículos de costumbres, y también algunas frases rotundas como «aquí yace media España, murió de la otra media», o «todo el año es carnaval, todo el mundo es máscaras», o los furiosos conceptos que estampa como partes de la pesadilla en el terrible artículo dedicado al día de difuntos de 1836. El resto de su obra, aunque perteneciente a géneros más prestigiosos que el periodismo (novela, teatro, poesía ampulosa), no le ha sobrevivido, como era de esperar, aunque en fechas no muy lejanas la futura princesa de Asturias se confesó lectora, de manera harto sorprendente, de la novela El doncel de don Enrique el Doliente, dedicada al romántico avant la lettre Macías el trovador, personaje asimismo desgraciado en amores sobre quien también escribió Larra el drama romántico Macías. Todas estas obras, muy de su época, se desvanecieron con ella. No así los artículos, pese a que se supone que un artículo de periódico es flor de un día y al siguiente sirve con toda la página para envolver el pescado de la compra, mientras que lo que se publica en libro tiene asegurada la ¿perpetuidad? ¿La permanencia?

Larra hizo de los artículos de periódico pequeños ensayos en prosa, de una lucidez y una precisión extraordinarias. No deja de resultar extraño que un hombre que se mata a los veintisiete años, y que en géneros literarios más reconocidos se manifiesta como romántico desatado, alcanzara tal madurez, tal dominio del asunto, tanto sentido del humor y de la sátira según los casos, tanta cordura, por decirlo de una vez, cuando se sentaba para escribir prosa para el periódico. Evidentemente, no pensaba de la misma manera Larra cuando tomaba la pluma que cuando empuñaba la pistola.

Los planteamientos y las preocupaciones de Larra fueron asumidas por los del noventa y ocho, de manera muy especial por Azorín, como si las hubiera escrito un contemporáneo suyo. Y en 1936 se reveló lo que Larra había augurado con estremecedora precisión cien años antes: que las dos medias Españas saldrían a matarse como fieras. Entre estas dos Españas percibimos a Larra como representante de una tercera España, de esa España que Cernuda quería encontrar en las obras de Cervantes o Galdós. Mas a los doscientos años de su nacimiento apenas se recuerda a Larra, acaso porque uno de los principales motivos de su preocupación, España, apenas existe ya. Ante la indiferencia de la España oficial, que calculo que de haberle leído lo consideraría «políticamente incorrecto», y la desidia de la otra, que ya bastante hizo con intentar asimilar a Azaña en su día, al pobre Larra, al «pobrecito hablador», le queda el testimonio familiar, que se expresa en esta Biografía de un hombre desesperado, escrita por alguien también apellidado Larra, Jesús Miranda de Larra y Onís, ingeniero agrónomo, y aunque no ajeno a la escritura de libros (en 1975 publicó el titulado Cultivos ornamentales, que mereció el premio agrícola Aedos), es en esta ocasión la primera en la que escribe una biografía. El hecho de que el biógrafo sea pariente del biografiado no es, en modo alguno, insignificante. La biografía está escrita de tal manera que sólo pudo haberla escrito un familiar, alguien familiarizado con el personaje desde la infancia: alguien que, siendo niño y estudiante de bachillerato, era consciente de que aquel escritor que firmaba con diferentes pseudónimos (Fígaro, el Pobrecito Hablador, Andrés Niporesas) y a quien los manuales de literatura dedicaban un espacio considerable (algunos dos páginas o más) era el miembro más ilustre de su familia, sin contar, claro es, a una de sus hijas, financiera adelantada a su tiempo. En consecuencia, en el libro se aprecia una cierta intimidad en la que el lector se sumerge, sin contar algunos detalles macabros o fetichistas, como la fotografía de unos pelos de Larra o de la camisa que el escritor vestía la tarde de su muerte. Y también, naturalmente, hay fotografías de su levita, de su chaleco, de su pistola (en la cubierta, como queda indicado), de diversos autógrafos, cartas, recibos, contratos, etc., y hasta algunas páginas de la primera biografía de Larra, escrita por su tío Eugenio.

El libro es voluminoso, cuatrocientas y pico páginas, con buena letra y márgenes que facilitan la lectura: lectura a la que ayuda la exposición del biógrafo, hecha de manera clara y sin pretensiones académicas. La ausencia de notas a pie de página es detalle de cortesía hacia el lector que se agradece, porque en un libro de estas característica están de más, y las más de las veces sólo sirven para lucimiento del autor y, en general, para entorpecer la lectura. La bibliografía está bien ordenada y es suficiente, y el catálogo de escritos de Larra está pormenorizado. Sólo extrañan, y mucho, dos significativas ausencias: la de «Clarín», que llegó a afirmar que Larra fue «el primer escritor de su tiempo», y la de Azorín, que en el índice onomástico figura como «Martínez Ruiz, José», ahí es nada, aunque en el texto aparezca como Azorín. Y, en fin, no tiene justificación que en la bibliografía de «biografías y estudios más importantes sobre su vida», no se incluya Rivas y Larra cuando menos. Porque si alguien hizo en España, no sólo por la recuperación de Larra, sino por su permanencia, fue Azorín, en lo civil José Martínez Ruiz.

El libro se divide en dos bloques: la biografía propiamente dicha y los apéndices. No menosprecio la primera si señalo el mayor interés de la segunda, y ello se debe a que ésta aporta noticias muy curiosas, como la documentación sobre la candidatura de Larra al Estamento de Diputados por la provincia de Álava o una amplia muestra de su poesía. Son poemas que añaden poco a la consideración de Larra como escritor y fácilmente prescindibles, pero, ya que los escribió, aquí los tenemos. Muy a la manera romántica, empleó variedad de metros y rimas (epigramas, letrillas, odas, sonetos). Algunos poemas son de circunstancias, otros satíricos, otros elocuentes, como el arranque de la oda a la exposición de la industria española del año 1827:

Dormía España entre recientes lauros,
y el brazo fatigado descansaba
que en la cruel contienda al torpe galo
rechazara con fuerza vengadora.

También se publican el expediente de estudios de Larra, su genealogía, la relación de las calles de Madrid en que vivió y una selección de frases sacadas de sus escritos. Decepciona, a mí al menos, descubrir la escasez de la biblioteca del escritor, de haber poseído sólo los libros que se consignan. Otros detalles de carácter privado nos lo acercan a través de sus objetos de uso diario y vestimenta: tenía tres sombreros de seda, una capa de paño de color de lana y embozos encarnados, un reloj de llave de oro con caja de tafilete, seis alfileres de oro y se afeitaba con jabón de almendras negras.

Confiesa el autor en el prólogo que «desde que tuve uso de razón percibí que el espíritu de “Fígaro” estaba presente de alguna manera en el ambiente familiar. Mi abuelo, Fernando José de Larra y Larra, biznieto por línea materna y sobrino por la paterna de Mariano José, fue quien transmitió, desde su vocación literaria, el espíritu de Mariano José entre nosotros». Que, a pesar, de ese ambiente familiar de recuerdo y veneración al bisabuelo ilustre, Jesús Miranda de Larra, al escribir su biografía, no haya escrito una hagiografía, es otro de los méritos que deben ser señalados de este libro.

Revista de Libros · número 162