Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Los peligros de la ideología

Los gobiernos progresistas en España siempre terminaron mal, muy mal

Los gobiernos progresistas en España siempre terminaron mal, muy mal, como el rosario de la aurora. El que mejor acabó fue el de la Primera República, como si se tratara de una astracanada, con los diputados saltando por las ventanas como si los hubiera descubierto el marido en alcoba ajena, y algunos, perdiendo el sombrero; pero la Segunda República terminó en Guerra Civil de tres años de duración; el Gobierno socialista de Felipe González, en una charca de corrupción y delincuencia, y el de Rodríguez Zapatero, en medio del mayor descrédito, después de haber arruinado a la nación. Efectivamente: la crisis no la provocó Zapatero. Pero su Gobierno arruinó la economía, las instituciones, la moral pública, el crédito de España en el resto del mundo. Estas otras ruinas son más graves que la económica, y tienen peor solución. Zapatero y su Gobierno (el más ignorante e indocumentado que hubo en España en toda su historia reciente) no supieron o no quisieron encarar la crisis económica, pero consiguieron algunos logros de carácter tal vez programático, siendo el primero la vuelta a las dos Españas y a los rencores de la Guerra Civil. Después de haberse superado el negro fantasma de la Guerra Civil, Zapatero volvió a resucitarlo invocando el ectoplasma de su abuelo, fusilado por uno de los bandos de 1936, aunque el otro bando también podía haberlo fusilado sin que sorprendiera a nadie. En nombre de la «memoria histórica» y de su abuelo separó de nuevo a las dos Españas y gobernó al gusto de una: gusto muy relativo, porque esa parte de la población es la más afectada por el paro.

Los gobernantes de la segunda restauración borbónica no fueron lumbreras, y la mayoría eran notoriamente incultos, con la excepción de Calvo-Sotelo. Pero fueron posibilistas y prácticos: para ellos la ideología se limitaba a repetir machaconamente palabras como «democracia» (Suárez), «solidaridad» (Aznar), «Latinoamérica» (F. González); curiosamente, ninguno nombró apenas la palabra «libertad». Mas con tales elementalidades les bastaba: no les hacía falta más, salvo añadir que da igual gato blanco o gato negro si caza ratones o que hablaban catalán en su casa a la hora de comer. Zapatero, en cambio, era un ideólogo: un ideólogo penosamente inculto, pero con «ideas». Y eso es lo peor: tener ocurrencias y confundirlas con ideas. El PSOE, desde los tiempos de Jaime Vera, fue de absoluta nulidad ideológica. Los marxistas como Araquistain lo eran de cuarta fila, sin ningún relieve, y Besteiro en realidad era un kantiano. Cuando el PSOE hizo las pocas cosas buenas de su nefasta historia, las realizó al margen de la ideología. Indalecio Prieto desconfiaba de las abstracciones, y cuando a Largo Caballero se le ocurrió leer un par de páginas resumidas de Marx, organizó la revolución. Ahora Zapatero ha vuelto a intentar llevar a efecto una ideología «progresista», confusa, improvisada, intelectualmente deleznable. Eso hemos de reconocerle al menos: quiso ser ideólogo y se dio el batacazo.

La Nueva España · 31 julio 2011