Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Que llamen de madrugada y sea el lechero

Winston Churchill, un personaje épico por su resolución y tenacidad que protagonizó circunstancias auténticamente históricas

Winston Spencer Churchill fue un hombre singular: presidente de la época victoriana, era un peno épico, que vivió en circunstancias épicas y cuya obra es enteramente épica, no sólo la política, sino también la literaria. Ganó una guerra de la que dependía la supervivencia de la cristiandad, y perdió las elecciones siguientes. Nada excepcional tiene esta derrota electoral después de una victoria militar, pues, como reconocía Orwell, Inglaterra es una potencia naval, pero nunca fue una dictadura naval. Una de las características de la democracia es la alternancia de los partidos en el poder, cosa que ciertos partidos "muy demócratas" no entienden. En 1939, con el mundo a punto de ser anegado por la barbarie nazi-fascista, sólo se podía oponer al salvajismo y al terror el muro de las democracias, que no eran tantas como hubiéramos querido: se limitaba a la Monarquía inglesa, a la República francesa y a la gran democracia norteamericana, al otro lado del Atlántico. Francia no tardó en caer bajo la brutal presión alemana, con lo que durante muchos meses, sólo quedó una nación libre en Europa entre la frontera española y los hielos polares y un hombre grande al frente de la nave. Grande no sólo por su físico, sino por su resolución, por su tenacidad, por su energía, por su realismo que a veces parecía pesimismo, porque la situación era terriblemente amenazadora y en aquellos días oscuros de la derrota, del acoso y de la soledad, no se vislumbraba salida. pero por encima de todas las desgracias y de los cielos negrísimos que avanzaban desde el continente, Churchill no se permitió mentir, y el 13 de mayo de 1940, tres días después de que Hitler hubiera lanzado su espeluznante y devastadora "Blitzkrieg" contra Bélgica Francia y Holanda, expuso su programa de gobierno en la Cámara de los Comunes. "Diré a la Cámara como dije a los que se han incorporado a este Gobierno: no tengo nada que ofrecer excepto sangre, sudor, lágrimas y fatiga". Un hombre así contempla la posibilidad de perecer porque es realista, pero no la de ser derrotado. Y entonces no gobernaba sólo una nación, sino un pueblo que recordaba y tenía presentes aquellas palabras del almirante Nelson antes de Trafalgar: "Inglaterra espera que cada uno cumpla con su deber".

Churchill, en solitario, no se sentía solo. Pero dejó de hablar de las "democracias" para hablar de "las poderosas democracias de habla inglesa", Inglaterra y Estados Unidos (que todavía no había en entrado en la guerra), y "de esas "grandes comunidades situadas al otro lado del océano, que se han construido en base a nuestras leyes y a nuestra civilización, y que tienen plena libertad para elegir su camino, aunque son totalmente leales a la vieja madre patria". Se refería, claro es, a Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica. El resto del mundo conocía despotismo del más variado pelaje. De manera que podemos suponer que en la Segunda Guerra Mundial combatieron dos pueblos germánicos y la ganaron los que mejor habían asimilado la cultura latina.

Churchill, en todo momento, en lo más crudo de la guerra, no dejó de afirmar que defendía una civilización y una tradición cultural. Un modo de vida fiel en el que los hombres son libres porque obedecen de determinadas leyes. La civilización siempre estuvo en precario frente a la barbarie (lo sigue estando ahora, tal vez más que nunca) y sin embargo, no fueron necesarias grandes fortalezas para defenderla y restituirla. Basta, a veces, una "colina volátil'', como escribe Chesterton en el artículo "Ethandune", sin la cual ''no tendríamos el pudín de Navidad, ni (probablemente) ningún otro pudín, y no tendríamos los huevos de Pascua ni huevos escalfados, sospecho que tampoco habría huevos revueltos y los mejores historiadores dudan sobre si tendríamos huevos con curry". El humorismo es un arma poderosa, y la emplearon con gran eficacia Chesterton y Churchil. En cambio, los dictadores carecen de sentido del humor.

Churchill luchó con su energía y con su convencimiento, también con su oratoria, mencionada en la concesión del premio Nobel de Literatura de 1953. Aunque él no se consideraba un orador, porque no se creía espontáneo. Mientras Hitler ladraba y Mussolini gesticulaba corno un rufián a la puerta de una taberna, los discursos de Churchill eran sosegados y emocionantes. Algunos aún hoy hacen saltar las lágrimas; otros eran magníficos recitados: "Lucharemos en las playas, lucharemos en los campos, lucharemos en las colinas", que algunos actores incorporaron a sus repertorios. A veces adoptaba el tono solemne y a la vez próximo de Enrique V en Azincourt: "Hoy es el domingo de la Santísima Trinidad". Según lord Morán, cuando tomaba la palabra era un poeta.

Como escritor, sus cimientos eran clásicos: Macaulay y Gibbon. Es autor de "La Segunda Guerra Mundial", la más monumental historia inglesa desde "Decadencia y caída del Imperio Romano" de Edward Gibbon, y de otra épica poderosa, la "Historia de los pueblos de habla inglesa", además de sus libros sobre las guerras coloniales -el Nilo, los boers-, la biografía de su antepasado Mariborough, la novela "Savrola", en la tradición de Anthony Hope y R. L. Stevenson. Y era muy claro y conciso, además de elocuente y barroco. ¿Habrá definición más exacta de la democracia que la suya? Que llamen de madrugada y sea el lechero, no la Policía política.

La Nueva España · 1 febrero 2015