Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Orlando Pelayo, bodas de plata en el más allá

En París, el artista asturiano, a quien le encantaba venir a su Gijón natal, se hizo cosmopolita y un gran pintor

Por el periódico reparo en que estamos en el veinticinco aniversario de la muerte de Orlando Pelayo, por lo que apresuro a escribir unas líneas de recuerdo, ya que a él le gustaba mucho salir en los “papeles”. Murió a finales del invierno, cuando ya entraron los oricios, que le gustaban mucho. Para no ser selectivos, digamos que le gustaban los mariscos de todas clases, y a pesar de que era un afrancesado de los pies a la cabeza, se jactaba de haber enseñado a comer a los franceses, quienes por creer que tenían la mejor gastronomía del mundo, estaban llenos de prejuicios y manías. Por ejemplo, enseñó a los parisinos a comer percebes y les demostró que la tinta del calamar no es venenosa de la única manera posible de demostrarlo: comiendo en su presencia calamares en su tinta y mojando la tinta en pan. Aquel reparo de los franceses hacia los percebes y la la tinta del calamar era tan tonto como el de muchos españoles hacia las setas, y como a Orlando Pelayo le gustaba predicar con el ejemplo, si estábamos en primavera o en otoño siempre pedía setas en los restaurantes. !Vengan setas y venga las tintas de calamar!

A Orlando le encantaba venir de vez en cuando a Asturias y vivir en Gijón, porque tenía un piso en la calle Menéndez Pelayo, en una casa llamada Edificio Pelayo. Estaba convencido de tener un nombre predestinado, que completo era Orlando Pelayo Entrialgo, que él desglosaba del siguiente modo. “Orla” significa que rodea, “Pelagio” es una isla del mar Egeo y “Entrialgo” significa “entre algo”, es decir, según él, los tres nombres venían a decir lo mismo. En Orán había vivido en la casa de una señora llamada María Pelayo y, por si fueran pocas tantas coincidencias, llevaba los nombres de dos personajes épicos, el francés Orlando y el asturiano Pelayo. Sólo le faltaba haber leído a don Marcelino Menéndez Pelayo, cosa que no creo que haya hecho, aunque era buen lector.

Orlando Pelayo era un tipo fenomenal cuando pintaba y cuando dejaba de pintar, jamás hablaba de pintura. En esto era igual que otro gran pintor aquella época, y gran amigo, Eduardo Úrculo, que si andaba de copas, tomaba copas, y si se encerraba en su estudio para trabajar, pintaba, y no se le ocurría mezclar la pintura con las copas. Debieran servir de ejemplo a tanto pintor pelmazo que, a la primera oportunidad y si le encuentra a uno desprevenido, le encasqueta su teoría del arte.

Orlando Pelayo, con sus cabellos cortos, su espeso bigote blanco, sus gruesas gafas, aborrecía las mezclas (arte con copas no son recomendables) aunque él mismo era una mezcla de mediterráneo manchego, pasiego, atlántico, parisino y gijonés, nacido a cien pasos de El Fomentín el 14 de diciembre de 1920, y un resultado de felices coincidencias. Le gustaba coincidir con Cervantes por los lugares en los que ambos habían estado. La Mancha, Orán … En Orán conoció a Alber Camus cuando todavía era portero de fútbol. Después dio el salto a París. En los años cuarenta del pasado siglo París todavía seguía siendo la capital del mundo, y en aquella ciudad maravillosa Orlando se hizo cosmopolita y un gran pintor. Para ser cosmopolita en París bastaba con salir a la calle, no como aquí, que hay que demostrarlo a todas horas, lo mismo que un mal pintor dice a todo el mundo que se la acerca que es pintor. Hace ya veinticinco años que Orlando se marchó. Son muchos años. Seguro que en ese tiempo habrá enseñado a comer percebes a los ángeles.

La Nueva España · 15 marzo 2015