Ignacio Gracia Noriega
Shakespeare, la sabiduría de la inmensidad del mundo
El mayor de los poetas nunca presentó un personaje rectilíneo, nunca escribió una escena que no fuera compleja y ambigua
Si atendemos a la cronología de las obras de Shakespeare, una cronología bastante laberíntica, deducimos, por sus primeras obras ("Pericles, príncipe de Tiro", las tres partes del rey Enrique VI), que nunca fue joven, y por las últimas ("El cuento de invierno", "La tempestad"), que llegó a ser extraordinariamente viejo: aunque su gran obra sobre la vejez, el equivalente a "Edipo en Colono", de Sófocles, es "El rey Lear", escrita siete años antes que "La tempestad". William Shakespeare, nacido y muerto en Stratford-on-Avon (1564-1616), no alcanzó la vejez, pero sabía sobre ella más que si hubiera sido nonagenario. La última entrevista entre Falstaff y el príncipe Hal, convertido en Enrique V, ofrece la desilusión y la amargura de la ancianidad que llega de golpe. La muerte se acepta de manera lúcida, más que resignada, porque no hay otro remedio: "Abandonar este mundo igual que hemos soportado venir a él; todo consiste en estar preparados", escribe en "El rey Lear", acto V, escena II.
Pero en "Pericles", escrita en 1590, cuando tenía 26 años, muestra un conocimiento de la vida y de la muerte extrañamente profundo: "La imagen de la muerte es como un espejo que nos dice que la vida no es más que un soplo y que es un error fiarse de ella". A esa edad tan temprana, ya conocía el mundo y su mecánica, y lo que late en el interior del ser humano: conocimientos que excedían a los que pudiera tener un joven campesino era, por lo demás, un experto botánico, aunque fray Lorenzo, en "Romeo y Julieta", fracasa en el empleo de hierbas soporíferas.
Su sabiduría procedía de la experiencia: no había recibido una educación metódica y su amigo y colega Ben Jonson declara que "sabía poco latín y nada de griego". No obstante, las "Vidas paralelas", de Plutarco, en la versión inglesa de North, le permitieron reconstruir de manera majestuosa la Roma antigua: "Coriolano", "Julio César", "Antonio y Cleopatra". Es notable que dos autores contemporáneos, el indocto Shakespeare y el culto Quevedo, hayan acudido a Plutarco para escribir obras maestras de sus lenguas respectivas.
"Las obras de Shakespeare es un bosque en el que los robles extienden sus ramas y los pinos se alzan al cielo, entremezclados a veces con hierbajos y zarzas, y a veces dando cobijo a mirtos y rosas, colmando la vista de un formidable esplendor y complaciendo el espíritu con diversidad infinita", escribe Samuel Johnson, según T. S. Eliot, el mejor crítico shakesperiano. Exploró todas las posibilidades de la poesía: la tragedia, la comedia, la evocación histórica, la lírica. Por todos los caminos alcanzó cumbres. Ha proporcionado una imagen poética, y como es natural falsa, de la Roma clásica, de la Italia del Renacimiento, de la Inglaterra del siglo XV, más viva y más poderosa que cualquier versión documental de aquellos tiempos. De sus versos se desprenden piedras preciosas, al igual que islas y reinos caían de los bolsillos de Antonio como si fueran monedas. Nunca presentó un personaje rectilíneo, nunca escribió una escena que no fuera compleja y ambigua. Es el autor menos maniqueo que existió jamás. Es imposible rastrear sus pensamientos y su ideología por sus obras, porque en ellas están contenidos el mundo y la vida, el hombre con su grandeza y mezquindad, y todo esto no obedece a una postura previa, sino a la intuición y conciencia de todas las cosas. Sus poemas dramáticos se dividen en tragedias, comedias y obras históricas. También escribió lírica pura, como los "Sonetos". Las obras más grandes del mayor de los poetas son, a mi juicio: "El rey Lear", "Macbeth", "Hamlet", "Enrique IV" y "Enrique V", "El sueño de una noche de verano" y las dos grandiosas apoteosis finales, "Cuento de invierno" y "La tempestad". Su personaje más entrañable y construido de modo más complejo y completo no protagonizó ninguna obra: es Sir John Falstaff, portento de truhanería, de buen humor, de escepticismo, de amargura.
La Nueva España · 11 octubre 2015