Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Los grandes clásicos

Ignacio Gracia Noriega

Molière: un actor en el teatro

El gran dramaturgo francés tuvo el don de no aburrir nunca al espectador

En cierta ocasión, Orson Welles levantó su copa y brindó por Molière porque tuvo el don de no aburrir nunca a sus espectadores. La primera regla de quienes se dedican al teatro es no aburrir, la conocían y observaban Shakespeare, Lope de Vega y, como se acaba de escribir, Moliére. El teatro es un entretenimiento y no un púlpito desde el que se echa un sermón o la tarima desde la que se lanza un mitin. En aquellos siglos más acordes con la naturaleza humana, se entendía que la política era algo del todo ajeno al teatro e incluso a la vida cotidiana. Y Bossuet clamaba contra los actores porque entendía que hacían la competencia a sus grandiosos sermones. A fin de cuentas, ¿no nació el teatro en antiquísimos ritos dionisiacos, no renació en los atrios de las iglesias, no es el predicador un actor que gesticula y lanza su monólogo desde un púlpito?

Pero que Molière tuviera como principio "agradar al público" no implica que sus obras excluyeran la crítica de las costumbres y la sátira social, de las que era muy consciente, y así escribe: "El objeto de la comedia es representar en general todos los defectos de los hombres, y principalmente de los hombres de nuestro siglo", creando los personajes prototípicos del avaro, de las mujeres sabias de los burgueses enriquecidos con pretensiones como M. Jourdain, que hablaba en prosa sin saberlo, y, de manera muy especial, del hipócrita, con tal éxito que la palabra "Tartufo" se convirtió en sinónimo de hipócrita. Hacia esta especie tenía una prevención muy particular, y los hipócritas contra él, como escribe en el prólogo a "Tartufo": "Los marqueses, las preciosas, los cornudos y los médicos han soportado tranquilamente que se les haya representado y han aparentado divertirse con todo el mundo de las pinturas que se han hecho de ellos, pero los hipócritas no han querido entender la censura: primero se han molestado y han encontrado extraño que yo tuviese la osadía de representar sus melindres". Pero no sólo hubo de lidiar contra hipócritas, sino que luchó contra la condena moral y religiosa que pesaba sobre el teatro francés, razón por la que tres autores tan diferentes como Corneille en el prólogo de "Attila", Racine en el de "Fedra" y Molière en el de "Tartufo" hubieron de declarar que el teatro moderno, como el de los antiguos, corregía los efectos de los hombres y podía considerarse como una escuela de virtud.

Jean-Baptiste Poquelin, hijo de un tejedor del rey, nace en 1622, pero empieza a llamarse Molière en 1644, cuando decide dedicarse al teatro y firma con ese nombre un documento oficial. Fue un completo hombre de teatro, autor, actor y empresario, y, según Sainte-Beuve, el escritor que mejor encarnaba el valor universal del genio francés. Como los grandes autores teatrales, no le preocupaba la originalidad, presentando "Don Juan" como si fuera invención propia. Pero sus mejores tipos son fruto de la observación del mundo que le rodeaba: las mujeres pedantes, los avaros, los cornudos, los nuevos ricos incapaces de perder "el pelo de la dehesa", los médicos y los hipócritas. Nada escapaba a su mirada, aguda y alegre. La humanidad, viene a decirnos, es como es, no tiene arreglo, y como tal hay que tomarla. Más que tolerante era un desengañado. Y su mundo era el teatro. En "El enfermo imaginario" critica la obsesión por la salud del hombre moderno, tan acentuada en esta época. Al representarla como protagonista, su estado de salud era malo, y "El enfermo imaginario" se convierte en un enfermo muy real, ya que muere poco después de interpretarlo, el 17 de enero de 1673. Profesional hasta sus últimas consecuencias, continuó la representación a pesar de haber sufrido un desvanecimiento. Pero, ¿qué mayor timbre de gloria para un actor que morir actuando?

La Nueva España · 13 diciembre 2015