Ignacio Gracia Noriega
Altas montañas
Una travesía desde Sotres, iluminado por el sol, a Tresviso, entre un compacto mar de niebla
La niebla ofrece nuevas perspectivas: es otro modo de mirar las montañas. Recuerdo una visión del valle del Liébana totalmente cubierto por nubes bajas desde las alturas de San Glorio. Las nubes llegaban hasta la mitad de las laderas de las montañas: a partir de la masa algodonosa que llenaba el valle empezaban a verse los pinares, los pastos altos y la caliza de las cumbres. Por lo general, las nubes cubren las cumbres, pero en ocasiones tapan el valle mientras las alturas están despejadas. No es infrecuente ver altas montañas recibiendo los rayos del sol mientras el valle está cubierto como si fuera una olla hirviente. Nada se mueve sobre la superficie de nubes que se extienden a los pies hasta las montañas lejanas, al Norte, que cierran el gran valle dejando en el Desfiladero de La Hermida una larga y estrecha salida del mar.
La primavera mediada todavía no se ha desembarazado del invierno. ¡Pobre mosquito tigre, el frío que debe estar pasando, sólo por ideología! Pero así es el cambio climático: no habrá un invierno igual al anterior. Dependemos de una fuente de energía no controlada, pero los que pretenden controlar a la «ciudadanía», como ellos dicen, para asegurar su felicidad, aspiran también a controlar la naturaleza, aunque no es lo mismo decretar que una niña es mujer a los dieciséis años que decidir el tiempo que va a hacer de aquí a un siglo. Si las condiciones meteorológicas van a cambiar de aquí a un siglo, se producirá ese cambio por mucho que yo deje de encender un cigarro puro de vez en cuando. El hombre es demasiado minúsculo para alterar la naturaleza: por mucho que se empeñe, y de hecho se empeña. Pero la naturaleza no tiene en cuenta las malas o buenas intenciones humanas, del mismo modo que no se asegura la felicidad por decreto. Dejen que cada uno sea feliz o infeliz a su manera: no todos los días se es feliz, aunque gobierne Zapatero, no se es infeliz a todas horas, aunque haya remota posibilidad de que gobierne la oposición (tal vez, algún día).
Esta primavera, aunque oscura, lluviosa y fresca, es exuberante gracias a las lluvias casi continuas: los campos y los bosques parecen reventar de verdor.
Dos colores predominan: el verde del valle y el gris del cielo. Pero tanto el verde como el gris admiten infinidad de matices. Mirando por la ventana de mi despacho, contemplo todas las variedades del verde, y sobre el cielo planea majestuosamente un águila.
Subimos a Tresviso entre la niebla que no despeja. En el aire hay gotas de agua de humedad. Después de pasado Poncebos, más arriba de Tielve, el cielo se abre y aparecen las montañas con grandes neveros sobre sus peñas y detrás el cielo azul. En Sotres luce el sol, pero al entrar en el valle alto que conduce a Tresviso se distingue al fondo un compacto mar de niebla y debajo Tresviso. En algunos tramos, la capa de niebla es tan fina que detrás se advierte la amarillenta luminosidad del sol; más adelante vuelve a ser compacta, negra y fría. La carretera llanea por la cumbre y desciende al pueblo de manera un poco abrupta. En Tresviso, el gran Zacarías Puente Herboso (empresario, gastrónomo, escritor, autor de novelas, cuentos y libros de gastronomía, promotor y mantenedor de cofradías y concursos gastronómicos, gran abanderado de los quesos norteños y propietario de uno de los mejores restaurantes de Santander, que lleva su nombre), al frente de los cofrades del queso cántabro y algunos vascos, se dispone a entregar el premio del concurso internacional de quesos azules, que este año ha recaído en Tresviso.
Entre Tielve y Tresviso anda el juego de los mejores quesos azules. En realidad, «queso picón», porque «pica». El poeta Celso Amieva cantaba el «queso picón de los Picos», y así se llamaba este queso fuerte, «podrido», que hubiera dicho el gran humanista Luis Vives, también experto gastrónomo, y que Pérez Galdós describió como «de pestífero olor». ¡Pero qué gran sabor! Por las estrechas terrazas de Tresviso, pueblo colgado de la imponente rotura de montañas del Desfiladero de La Hermida, se distribuyen los cofrades con sus boinas verdes, sus madreñas, sus largas capas. Nadie lleva madreñas en Tresviso, salvo estas gentes de ciudad. Las caleyas del pueblo han sido sustituidas en pocos años por calles limpias y con aceras, que otorgan al conjunto urbano mayor amplitud. La iglesia es alta y de buena factura: certifica que Tresviso es algo más que una aldea perdida entre montañas. Comemos en el bar, en la galería bajo la que tenemos el pueblo, y más allá, la hendidura del desfiladero, y más allá aún, al otro lado del río que no se ve, cuelga de la montaña el caserío de Linares: pero no tarda en cubrirlo la niebla. Esa niebla (me dicen) viene del mar, y la sierra del Cuera la desvía hacia esta parte de los Picos. Las patatas con carne están muy ricas: el ambiente es muy grato. Comemos con Tomás, excelente quesero de Posada de Valdeón, y con su amigo, que fue pastor en Arizona y algo le queda en la barba rubia y el rostro vivo y arrugado de los viejos sabios de las películas del Oeste. Los hermanos Javi, Miguel y Florentino atienden como buenos anfitriones a los cofrades: son imprescindibles. Tienen el bar, fabrican los quesos, uno de ellos es el alcalde.
Al regreso, Sotres está iluminado por el sol de la tarde. No podemos pasar sin hacer parada en La Gallega. Ana nos dice tristezas: su padre ha muerto, su madre pierde la memoria. Pero ahí está Ana como siempre, erudita, ecuánime, elocuente, amante de los libros y de las cosas de su tierra, entre gatos ronroneantes y bellas tallas de madera.
La Nueva España ·29 mayo 2009