Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Edward Fitzgerald y Omar Kheyyam

Edward Fitzgerald (1809-1883) fue uno de esos escasos y privilegiados escritores que, tomando como base una obra ajena, son capaces de crear otra obra que parece propia. Gracias a Fitzgerald, el poeta persa Omar Kheyyam ocupa, según Swinburne, un puesto entre los mayores poetas de Inglaterra, y su traducción de los «Rubaiyat» es una de las realizaciones poéticas más singulares y excelentes de la época victoriana. Se ha llegado a afirmar que los «Rubaiyat» de Omar traducidos por Fitzgerald son un poema inglés con escenografía persa. Si hoy Omar Kheyyam está considerado como uno de los mayores poetas del mundo en parte se lo debe a Edward Fitzgerald. El cual, en ningún caso, estaba afectado por ilusiones literarias excesivas, resignado a traducir a grandes clásicos, griegos y españoles principalmente (hizo versiones al inglés de Esquilo, Sófocles y Calderón de la Barca), a escribir muy poca obra original (el diálogo «Euphranor» parece ser la más memorable) y a leer a los mayores autores: Virgilio, Shakespeare, Cervantes. También cultivó la amistad de las figuras literarias más destacadas de su época como Tennyson, Carlyle, Dickens y Thackeray, entre los que no se sentía inferior y ellos, a su vez, lo consideraban de su misma categoría. Algo parecido sucede en «La divina comedia», cuando Dante se sienta entre los poetas, al lado de Homero, Horacio, Ovidio, Lucano y Virgilio, «los guardianes del altísimo canto», sin sentirse menos en ningún momento, sino su igual. Aunque Edward Fitzgerald, por su indolencia y porque prefería leer a escribir, lo que es muy válido, y, dado a quienes leía, muy comprensible, no desarrolló una obra propia demasiado destacada, entendió que el viejo poeta Omar Kheyyam era, a su modo, un romántico. A la indolencia de Fitzgerald, en la que todos cuantos se ocuparon de él coinciden, se añadía un poderoso interés y verdadero gusto por la gran literatura que la atenuaba. No perdía el tiempo con obrillas a la moda, sino con la literatura más perdurable, y de su extraordinaria intuición como crítico y de su excelente percepción y consideración de la literatura son muestra sus realizaciones literarias. Tenía, asimismo, gran facilidad para las lenguas, y una vez dominadas la griega, la latina y la española, se dedicó al estudio de la persa, en la que intentó la traducción de la vasta epopeya «Mantiq altayr», aunque empresa tan extensa no se adecuaba a su forma de ser como los «Rubaiyat», que llegaron a sus manos en una versión manuscrita el año 1854. Los «Rubaiyat» son composiciones muy breves, cuartetas en las que el primer verso rima con el segundo y el cuarto, quedando libre el tercero. Fascinado por estos poemas que celebraban el vino y lamentaban la brevedad de la vida, tradujo algunos al latín. Luego vertió la totalidad al inglés. El número de Rubaiyat escrito por Omar Kheyyam no ha sido fijado de manera cierta; la compilación más numerosa alcanza los quinientos. Número no excesivo si se tiene en cuenta que no hizo otra cosa que dedicarse a la literatura, a no ser que se tenga en cuenta la imaginativa novela biográfica de Harold Lamb.

Una vieja leyenda persa que reúne en el mismo lugar y tiempo a tres personajes de gran calado histórico, Hassam el Sabbah, Nizam al Mulk y Omar Kheyyam, relata que siendo jóvenes y estudiantes en Naishapur pactaron que quien primero se situara en la vida ayudaría a los otros dos. Los tres eran de gran talento y altas cualidades, pero fue Nizam quien no tardó en llegar a secretario y posteriormente visir del sultán Alp Arlan, el León, y de su hijo Malek Chal, segundo y tercer soberano respectivamente de la dinastía de los Seldyucidas. Hassam al Sabbah solicitó de su amigo un cargo en la Corte, en la que, llevado por la ambición, intrigó y cayó en desgracia, habiendo de refugiarse en las montañas del sur del mar Caspio, desde las que aterrorizaba a los territorios vecinos sirviéndose de la fidelidad sin réplica de una implacable secta de individuos drogados hasta las cejas con «haschish», de la que procede el nombre de «asesino», y Hassam fue el tenebroso y sangriento Viejo de la Montaña, cuya mala fama difundieron los cruzados por Europa. En cambio, Omar Kheyyam solicitó una pensión de 1.200 miktales de oro, que le permitió retirarse a un palacio y dedicarse a la vida apacible del sabio, al estudio de los astros y de las matemáticas, a largas libaciones de vino rojo en las tardes serenas bajo techos de palomas que zurean, como en el bello poema de Al-Rusafi, y al cultivo de la poesía. Era ateo, pero respetuoso con la ley. En una palabra, un escéptico, lo que indica que no era un verdadero ateo, pues todo puede ser como no ser. El ateísmo implica una petulancia incompatible con la serena sabiduría de Kheyyam. El poeta tenía muy claro que «el día que yo muera se acabarán las rocas, los labios, los cipreses, las albas, los crepúsculos, la pena y la alegría». Como en Horacio, el «carpe diem» es su gran tema. El paso del tiempo, la brevedad de la vida, la inquietud ante el más allá insondable son los grandes temas de la mejor poesía, y el vino y el cabello de las mujeres sus fascinantes metáforas. La traducción de Fitzgerald hubiera pasado inadvertida de no haber llamado la atención de Dante Gabriel Rosetti, de Browning, de Tennyson, de Matthew Arnold, y así los versos de Omar van extendiéndose a los poetas ingleses. El desencantado verso de Ernest Dawson: «Mucho no duran los días de vino y rosas» parece paráfrasis del célebre de Omar Kheyyam: «Con vino y alegres compañías, / la estación de las rosas vuelve».

Los eruditos han señalado que existe una considerable distancia entre el original de Omar y la traducción de Fitzgerald. No importa. Fitzgerald, a través de Omar, a quien añade elementos de Hafiz y Avicena, vuelve a los temas eternos del tiempo, de la brevedad de la vida, de la inquietud del hombre ante la eterna noche que le aguarda, y al consuelo que proporcionan el vino y el amor. Y con este consuelo constata Fitzgerald un amor admirable a la poesía.

La Nueva España · 5 junio 2009