Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Del bacalao al bonito

Si el nacionalismo, de por sí, es algo desaconsejable, aplicado a la cocina es una estupidez

De regreso de Portugal, me detengo para cenar en Casa Consuelo, en la gran recta de Otur, en el mejor restaurante de carreteras del norte de España (y de acuerdo con mi experiencia, también del centro; desconozco el Sur). En Casa Consuelo recupero viejos y grandes sabores. Gran razón tenía el conde de los Andes cuando afirmaba que para gustar la cocina china hay que ser chino, y la turco, turco. Incluso en un país tan próximo, tan fraternal, tan parecido al nuestro, en la cocina se advierten sustancias diferentes, aunque los productos sean los mismos: pero no se preparan de la misma manera, como no se preparan de la misma manera determinadas viandas en el Norte que en el Sur, en Galicia que en Extremadura, sin que esto justifique, de ningún modo, cualquier propuesta de nacionalismo culinario. Si el nacionalismo, de por sí, es algo sumamente peligroso y desaconsejable, aplicado a la cocina es una auténtica estupidez. Por eso resultan tan desagradables los exaltados que hacen ostentación de escanciar sidra o andan en madreñas para alardear o se calan la montera picona como si fuera el gorro frigio o la barretina: subnormales además de por nacionalistas.

Los dominios de la cocina portuguesa comprenden el bacalao y el arroz, muy frecuentado como guarnición. No digo que sean los únicos, pero son los más importantes y los que primero acuden a quienes conocen la cocina portuguesa de manera deficiente o no la conocen en absoluto: es decir, a los que hablan de oídas porque comieron «de oídas».

Portugal es un país abierto al mar, cosa que no es España, aunque sea península. Portugal es un gran ventanal al Atlántico, mientras que España es una península ensimismada, que mira hacia el interior, hacia la tierra adentro. Nuestros grandes reyes tenían tan poco en cuenta el mar que Carlos V se encerró en el monasterio de Yuste cuando le habían prescrito una dieta de pescados, y Felipe II perdió la inmensa y maravillosa oportunidad histórica de trasladar la capital de los dos reinos a Lisboa, cuando también fue rey de Portugal. Hoy, Portugal es un alargado país atlántico recorrido de Norte a Sur por un autopista que, lo queramos o no, nos atrapa como si fuera una tela de araña. Yo aborrezco las autopistas: son socialismo puro, y en ellas concurren la modernidad, la pedantería (en algunos casos, fastuosa, como la de aquel que me recomendó para ir desde Navia a Astorga, viajar hasta Lugo para tomar la autopista: ahí es nada) y el dirigismo intervencionista: pues una vez en la autopista ya no se puede ir por donde uno quiere, sino por donde la autopista nos lleva. En cambio, circular por las viejas carreteras es individualismo de la mejor ley: se puede parar donde apetece y no es necesario circular a grandes velocidades. A ambos lados de las viejas carreteras hay aldeas, bosques, acaso algún restaurante de carretera en el que merece la pena parar. Viajando por la gran autopista de Portugal, no nos enteramos de que recorremos un país marítimo. Por fortuna, nos enteramos de ello en los restaurantes, donde la oferta de pescados es considerable. No sólo de bacalao, aunque predomina. Y los pescados de Portugal son los mismos que los de la costa nuestra, como bien nos recuerda Eduardo Méndez Riestra en el prólogo al hermoso y espléndido libro «La cocina del mar», publicado por la Fundación EDP y la Fundación Hidrocantábrico: «La costa portuguesa, la gallega, la asturiana, la cántabra y la vasca ofrecen un "continum" que bendicen unas mismas aguas, una misma mar océana, con la mayoría de las especies comunes e intercambiables, unos géneros dotados de similares características y valores afamados. Ese nivel de prestigio que exhiben los peces y mariscos de estas costas no lo tiene la mayoría de otras latitudes». Y dice bien el gran crítico gastronómico. Pero aunque los pescados sean de categoría superior, no se preparan en todos los lugares que él menciona de la misma manera. De la misma manera que el nombre de los peces cambia de un puerto a otro, ¿no va a cambiar la preparación?

Volvamos al bacalao. «El bacalhau à brás» es uno de los legítimos honores de la cocina portuguesa. Es plato de Lisboa y su receta es simple: ya se preparaba de este modo a finales del siglo XIX. De manera que vamos a saborearla al centro mismo de Lisboa, al restaurante Martinho da Arcada, en la plaza del Comercio, donde se mantiene el recuerdo de Fernando Pessoa tanto como en A Brasileira, en el Chiado, seguramente la plaza más poética del mundo, ya que no sólo lleva el nombre de un poeta y el bronce de Pessoa sentado en una silla en la terraza de la «cafeteria», sino que al lado está la estatua de Camoes, a la que ciñen los historiadores y los poetas: Fernao Lopes, Gomes Eanes de Azurara, João de Barros, Saa de Miranda, Corte Real, frei Agostinho da Cruz... Falta, no obstante, Diogo Bernardes. Pero en Martinho da Arcada son más modernos, aunque los camareros van con chaquetilla blanca y corbatín negro, los manteles son de hilo, la cubertería sólida y labrada, como la antigua del hotel Principado. El establecimiento está dedicado por entero a Pessoa, salvo una mesa dedicada a Manoel de Oliveira. No deja de resultar un poco triste este aprecio lisboeta hacia un poeta a quien, en vida, sus vecinos no consideraron ni miraron hacia él. Lo mismo sucede en Dublín con James Joyce, que apreciaba tan poco a sus paisanos que abandonó la ciudad llevándola consigo, para no volver. Por lo menos, Pessoa se quedó a vivir y beber en Lisboa. Hay una foto del poeta, bebiendo mientras estaba a lo suyo en la barra de un hermoso bar de azulejos. En cuanto al «bacalhau à brás», lo prefiero a la vizcaína o al pilpil. Pero les recomiendo Martinho de Arcada, aunque no se permite fumar. ¿Cómo puede ser esto en un local consagrado al autor de «Tabacaria»?

Ya en Asturias, entramos en Casa Consuelo, de Otur. Todavía venimos recordando el bacalao. Álvaro me sirve una suntuosa ventrisca de bonito (suntuosa, aunque sólo lleva su chorrito de oliva), que desplaza todos los recuerdos. De la brasa lisboeta a la plancha de Casa Consuelo hay un largo recorrido de arte mayor. En una mesa próxima cenan dos viejos compañeros de carrera, Álvaro Ruiz de la Peña y Chichi Roca, con otros profesores. Me preguntan si no me enteré de que le dieron el premio «Príncipe de Asturias» a Ismail Kadaré. No, no me enteré. En Lisboa no fue noticia de televisión ni de primera página. Debemos ser un poco más modestos. Aunque Víctor de la Concha disfrute con estas ceremonias, no es el presidente de la Academia Sueca, ni el «Príncipe de Asturias», el premio Nobel. De Kadaré leí algunas de sus novelas, que están contadas de manera plana. El acta del jurado destaca que se le dio el premio por su «compromiso». Qué motivo más antiguo, más polvoriento, más pasado de moda. Además, ¿qué compromiso? Kadaré vivió y publicó bajo un régimen estalinista al que no parece haberse opuesto. Hay cosas que no deberían airearse.

La Nueva España ·3 julio 2009