Ignacio Gracia Noriega
El bosque
Hoy, los burócratas administran uno de los pocos espacios libres de la naturaleza
Entrar en el bosque en esta época del año es entrar en el otoño. En las alturas, las hojas se han puesto ya de todos los colores cálidos, marrones y herrumbrosas en las laderas, con tonalidad gris amoratada cerca de las cumbres y amarillas y brillantes en las riberas de los ríos. Y sobre las corrientes de agua que saltan por todas partes y empiezan a caer, formando una tupida alfombra roja que nos introduce en los vastos salones de la gran mansión boscosa: como si fuéramos reyes, entramos en los espacios solitarios en los que reinan como señores de otro tiempo, cuando el hombre todavía no pisaba la Tierra y el planeta, por lo tanto, no corría peligro. Las hayas altas y erguidas hunden sus raíces en el valle y sus copas se pierden en las nubes bajas como las columnas del cielo. Entrar en el bosque es entrar en un espacio sagrado. El bosque que vemos en la lejanía como una gran mancha de color no es el mismo cuando se recorre por sus sendas abiertas por el paso de los animales y donde cada árbol es distinto a los demás, con su carácter diferencial y biografía propia. La igualdad sólo es posible en las utopías y el bosque, con su variedad y vida, es la refutación de todas las utopías. Caminando por el bosque vemos un acebo con una explosión roja en sus ramas y más adelante, en medio de la apoteosis dorada, un haya a cuyo tronco le han salido siameses: de un mismo tronco, dos troncos magníficos.
Antes, los bosques eran el territorio vasto y cerrado de los animales salvajes, de los frutos silvestres y de hombres peculiares, cazadores, leñadores, mieleros, carboneros, pescadores... Hoy los administran burócratas. Que una especie tan urbana como el burócrata administre uno de los pocos espacios libres de la naturaleza revela el despropósito, la pedantería y la vana suficiencia de los tiempos nuevos. Como escribió Heidegger, en un texto bellísimo, al comienzo de «Caminos de bosque»: «Cada uno (de los caminos de bosque) sigue un trazado diferente, pero dentro del mismo bosque. Muchas veces parece como si fueran iguales, pero es mera apariencia». Los leñadores y los guardabosques conocen los caminos: el camino es una manera de no perderse.
Subimos a los altos bosques por la carretera que desde Sevares lleva a Ponga por el valle del río Tendi, que pasa bullidor y alborotado bajo puentes de piedra cubiertos de musgo, y en la Collada de Moandi Ponga abre su anfiteatro de montañas azules cubiertas de nieve en las alturas. Cazo es una aldea colgada de la ladera, en una curva, y la carretera desemboca en Sellaño. Subimos a comer a la fonda de Beleño, en la galería desde la que se ve la mole del Tiatordos, que domina el valle, y se adivina el río Ponga, que por aquí dicen que es el verdadero Sella. El comedor es agradable y la comida muy apropiada a la estación: pote de primer plato y después huevos fritos con picadillo y tortos de maíz. Los tortos muy bien fritos, que eso es lo fundamental, y el pote como debe ser, con más berza que patatas y sin fabes. Les fabes dicen que se echan para espesar, pero son un aditamento innecesario. Hay algunos potes, sobre todo en la parte oriental (en la occidental, como es sabido, las evitan) que más parecen potes de fabes que de berzas. Al postre (leche frita, tan clásico), Tomás Santos, el dueño, se brinda a llevarnos en su «todoterreno» al bosque de Peloño, donde tiene ganados. Aceptamos encantados, ya que nuestro propósito era sólo rozar el bosque por la carretera que lleva a Viego. Esta carretera se toma a la salida de Beleño, desviándose a la izquierda de la que, rodeando el valle, conduce a Sobrefoz, y en su mismo arranque ya empieza a subir, y tomando altura vemos de tú a tú el pico Tiatordos, y a su izquierda y más bajo, el pico Taranes, con las laderas altas cubiertas de nieve. Taranes, aunque de menos altitud que Tiatordos, está más nevado. Poco más arriba, una desviación de la carretera, que aquí se convierte en pista, nos introduce en el monte Los Bedules, pórtico o antesala del gran bosque de Peloño. Ya estamos en el territorio de las hayas, del acebo y de los abedules, que dan nombre al monte, y, en menor presencia, de los robles, y a nuestra izquierda empiezan a aparecer las cumbres occidentales de los Picos de Europa. La primera nevada del año, bajo la luna de noviembre, que el vizconde de Chateaubriand veía amarilla sobre los vapores helados de los bosques, ha dejado huellas de su paso en las cumbres y en las laderas altas. En el Collado Granceno, de más de mil metros de altitud, empieza propiamente el bosque de Peloño, teniendo al fondo la sierra de Arcenorio y la pica de Ten, de la que se dice: «Ten y Pileñes, buen par de peñes, / Ten para cabras / y para ovejas Pileñes». La Collada del Zorro, con el Salto de Agua y el puerto Sus cierran Peloño. Como dice Tomás, los antiguos ponían bien los nombres a las cosas, porque del Salto de Agua brota una cascada entre las peñas. Vemos bajo los árboles un gran ciervo seguido de otros cuatro o cinco y la cola rojiza de un zorro casi se confunde con las hojas que alfombran el camino. ¿Qué se le habrá perdido al raposo en estas alturas? Según Tomás, hay que apuntar en el debe del raposo el fin de los urogallos. Y más adelante cruza otro corzo solitario. Nos detenemos en la senda que se empina hasta Las Trincheras, donde quedan restos de fortificaciones de la guerra civil, y nos desviamos para ver la ruina de la Casa de la Palanca, que fue pabellón de caza de los infantes de España. Cae la noche y regresamos. En la otra vertiente, más allá del Sella, se encienden las luces de San Román, y más adelante, abajo, en el valle, las luces de Viego. Cuando entramos en Beleño es noche cerrada.
La Nueva España · 26 noviembre 2009