Ignacio Gracia Noriega
En la nevada
Menos alarmas, menos publicidad y más eficacia; Asturias no puede quedarse detenida por la nieve
Pocas cosas hay tan mágicas como la nieve cuando baja a los valles y llega a la orilla del mar. El paisaje cambia completamente, no sólo porque se vuelve blanco, sino porque el cielo pasa de blanco a negro con portentosa facilidad: a un color negro apelmazado que se forma al Norte o a un negro profundo y líquido, casi transparente, que viene del ocaso. Y sobre este cielo severo, en medio del silencio, se extiende «el inmenso cortinaje de los copos de nieve», como en el poema de Robert Frost (un poeta muy adecuado para leer en medio de la nevada: es el autor de «Alto en el bosque en una noche de invierno», aunque el verso citado pertenece a «El potro desbocado»). Cuando cae la nieve al otro lado de los cristales y el valle se cubre de nieve, es el momento propicio para leer libros tan grandes como la propia nevada: por ejemplo, «La rama dorada», de Frazer, digo, porque lo estoy releyendo.
También se puede (e, incluso, debe) salir de casa en medio de la nevada, y entonces surgen los problemas. Problemas tal vez mínimos pero molestos. Hemos ido a Muros de Nalón para comer con Raquel y José Luis García Delgado, y nos hemos puesto en camino de regreso pronto (aunque José Luis proponía un programa excelente para después de comer: ver en vídeo «Código del hampa», de Donald Siegel, con Lee Marvin, Angie Dickinson y Ronald Reagan en su última interpretación, en la que hace de «malo»; algo que años después hubiera encantado a los «progres» de la época, de haber sido buenos cinéfilos). Pero preferimos ponernos en camino antes de que caiga la noche, y a pocos kilómetros de Muros, a la entrada del gran viaducto sobre el río Nalón, nos encontramos con una retención de tráfico impresionante: una interminable hilera de automóviles ocupa el carril derecho del viaducto; mientras, por el izquierdo los automóviles circulan con suma lentitud. El cielo está cubierto por espesos nubarrones negros y el viento golpea unos eucaliptos sobre un cerro. En el valle cubierto de nieve, a nuestros pies, se empiezan a encender las luces de las aldeas. Vemos pasar a los coches por las carreteras de abajo y de vez en cuando el ferrocarril. Si se circula con normalidad por las carreteras secundarias, ¿por qué estamos retenidos durante dos horas largas en el viaducto de la autovía? Suponemos que se deberá a un accidente, pues dentro del coche nos encontramos más o menos como Fabrizio del Dongo en la batalla de Waterloo. pero no ha habido ningún accidente: tan sólo una placa de hielo. En dos horas y pico hemos visto pasar tres coches de la Guardia Civil y dos quitanieves. Al fin, muy lentamente, volvemos a ponernos en marcha, para tener un nuevo atasco en Serín, de parecidas proporciones, pero con el agravante de la nocturnidad. Al cabo de cuatro horas llegamos a Infiesto, al refugio del restaurante Pando, donde Laura nos conforta con unas croquetas formidables.
Que en la época de «internet» y otras modernidades exhaustivas y apabullantes una simple nevada deje mangas por hombros a una región no es de recibo. Si aquí la nieve nos pone contra las cuerdas, ¿qué sucederá en Finlandia, pongo por caso, donde nieva copiosamente? Pues tengo entendido que en Finlandia la vida se desarrolla con normalidad, con nieve o sin nieve. Con motivo de la anterior nevada, el delegado del Gobierno, que debería aprender a mantener la boca cerrada, además de otras cosas, aseguró que el descontrol que hubo entonces no se repetiría: se repitió con creces, porque la nevada fue mayor. Yo creo que ese sujeto debería dedicarse a consolar a su lacayo Sordo Obeso por la merecidísima calificación de «persona non grata» con que le distinguió el Centro Asturiano de México, porque la nieve y el viento están fuera de control policial. Las ideologías «progres» están convencidas de que pueden domesticar la naturaleza y que todo se arregla con leyes y más funcionarios, pero, como acaba de enterarse el otro, la tierra es del viento o de la nieve. El Estado provisor enciende todas las alarmas cuando aparece una nube por el Oeste, pero, aparte de informar a los ciudadanos de que están en situación de alarma, no es capaz de controlar la situación. ¿Habrá cosa más imbécil que ese cartel en la autopista que pregunta al conductor si sabe poner cadenas a las ruedas de su automóvil? ¡A buena hora se lo preguntan! Ya sabemos que al bondadoso Estado le encanta ordenar a los ciudadanos considerándolos subnormales o menores de edad, y para ello pone en marcha dispositivos en apariencia complejísimos pero incapaces de resolver el obstáculo de una placa de hielo, un día de invierno, a las cinco de la tarde, sobre una moderna autovía. Menos alarmas, menos publicidad y más eficacia. Si en efecto somos un país europeo, debe entenderse que en Europa nieva y que Asturias no puede quedar detenida en una cuneta a causa de una nevada. Una placa de hielo casi al borde del mar no debe colapsar el occidente de la región durante dos horas. Aunque pueda hacerlo.
La Nueva España · 9 enero 2010