Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Hiroshima

El lanzamiento de la bomba atómica zanjó la guerra más brutal que ha conocido la humanidad

La mañana del 6 de agosto de 1945 lucía un hermoso sol mañanero sobre Hiroshima. Los japoneses se levantan temprano, y alguno como el reverendo Tanimoto, llevaba en pie desde las cinco. A las ocho y cuarto exactamente, pareció como si millones de soles iluminaran a la vez. La ciudad, de repente, se detuvo deslumbrada. Luego descendió de los cielos la silenciosa noche nuclear. La explosión de la primera bomba atómica sobre Hiroshima causó cien mil muertos. El novelista norteamericano John Hersey escribió un libro terrible, a la vez claro y objetivo, sobre aquel día de ira y dolor en que el sol había reventado sobre Hiroshima. A lo largo del día en que a las ocho y cuarto de la mañana se hizo la noche, Hersey sigue la penosa jornada de cuatro hombres y dos mujeres que sobrevivieron a la bomba y que gracias al simple acto de continuar vivos, vivieron docenas de vidas y vieron más muerte que la que jamás habían soñado ver.

Hace ahora sesenta y cinco años de aquel día: toda una vida. Yo todavía no estaba en el mundo, pero me disponía a entrar en él. Nacería once días más tarde, el 17 de agosto. El día de la bomba nació Avila, y Juan Luis Vigil y Marcelo Conrado nacieron poco después. Podemos decir, como Alberti escribió, a comienzos del siglo XX: «yo nací, perdonadme, con el cine», que nacimos con la bomba atómica, aunque sin pedir perdón (yo al menos). Nacía una era nueva, inconcebible e ilimitada, en la que se lograron avances extraordinarios, se hicieron tonterías deleznables y se continuaron cometiendo crímenes espantosos: la criminalidad es la marca de fábrica del siglo XX, en el que dominaron los totalitarismos de signo fascista y militarista; lo frenó (lo afirmo sin pedir perdón) la bomba atómica. Un arma de posibilidades destructivas como no había conocido la humanidad, pero que puso fin a la guerra más brutal que registran los anales del hombre como humano. Seguramente por este motivo, Theodor von Kirk, el último superviviente del avión «Enola Gay» que lanzó la bomba, estaría dispuesto a lanzarla otra vez y no está dispuesto a pedir perdón por ello.

Lo de «pedir perdón» es una frivolidad puesta en circulación por la Iglesia Católica, a la que se sumaron los izquierdistas del más variado pelaje, no para pedir perdón por sus innumerables crímenes y desafueros, sino para que se lo pidan a ellos. El Ayuntamiento soviético de mi pueblo, sin ir más lejos, cuando un tribunal superior determinó que había sido desposeído ilegalmente del cargo de cronista oficial, evacuó el consabido «acato pero no comparto» y dijeron la irremediable chulería «democrática» de que yo tendría que pedirles perdón a ellos: lo que voy a pedir es ejecución de sentencia. El único caso de socialista que pidió perdón por los lamentables sucesos de la revolución del 34 fue Indalecio Prieto que tampoco hubiera pedido perdón a Hiroshima porque sabía que la bomba fue una brutalidad inevitable para la vuelta al orden, a la paz y a la democracia.

La Nueva España · 12 agosto 2010