Ignacio Gracia Noriega
Emilio Salgari
Elogio de un autor fascinante, cuyas novelas recorrieron los cinco continentes y navegaron los siete mares
En épocas más civilizadas y cultas, en las que los niños y jóvenes leían, Salgari era un clásico de la literatura juvenil. Yo lo prefería a Verne, a Karl May, a Gustave Aimard, incluso, a veces, a Ballantyne... May era muy bueno en las historias de árabes, entre los que andaba mezclado un alemán llamado Schwartz, pero en las de indios prefería «El último mohicano» de Fenimore Cooper. No obstante, «El piloto» de Cooper no alcanzaba la altura de «El pirata» de Walter Scott. Aunque en las novelas de mar, la oferta era tremendamente buena: «La isla de coral» de Ballantyne; «Dos años al pie del mástil» de Dana; «El buque fantasma», de Marryat, y, sobre todo, «La isla del tesoro» de Stevenson, «Las aventuras de Arthur Gordom Pym» de Poe y «Moby Dick» de Melville. En cuanto a las novelas de la India teníamos «Kim», de Kipling; de las africanas, «Las minas del rey Salomón», de Rider Haggard, y de las legión extranjera perdura el encanto de «Beau Geste», de P. C. Wren. Como le dice Walter Pidgeon al accidentado Roddy McDowell en «Qué verde era mi valle», de John Ford: «Merecía la pena volver a leer por primera vez todos aquellos libros». Por el contrario, Julio Verne siempre me pareció un pelmazo, salvo en «La vuelta al mundo en 80 días» y en «Miguel Strogoff». Mi padre me animaba a que leyera a Verne porque se aprendía geografía. También se aprendía geografía con Emilio Salgari, que aunque era menos enciclopédico que Verne, y tal vez peor geógrafo, era mucho más animado. Después descubrí a Joseph Conrad, que supuso el fin de la infancia y «el comienzo de la madurez».
Guardo de Salgari un recuerdo imborrable. Sus novelas recorrieron los cinco continentes, navegaron los siete mares e hicieron escalada en los innumerables puertos. No desaprovechó un solo escenario de la aventura: África en «La Costa de Marfil», la campaña del Sudán en «La favorita del Madhi», los cosacos en «Las águilas de la estepa», el tráfico de esclavos en «Los dramas de la esclavitud», el desierto del Sahara en «El desierto de fuego», la guerra ruso-japonesa en «La heroína de Port Arthur», las selvas sudamericanas durante la conquista española en «En la selva virgen», los piratas del Caribe en «El corsario negro», el Mediterráneo de Cervantes y lord Byron durante los días de la caída de Constantinopla en «El león de Damasco», Filipinas en «La flor de las perlas», el turbulento San Francisco en «La soberana del Campo de Oro» y «El rey de los cangrejos», la India en «Los misterios de la India», la gran pradera y las montañas de Laramie en «La cazadora de cabelleras», los mares del Sur en «El estrecho de Torres» y los mares de Malasia en la serie de «Sandokan».
Los conquistadores españoles y los colonialistas ingleses eran sus enemigos, y sus amigos los piratas, los tramperos, los personajes marginales y nobles que luchaban contra los tiranos y demás depredadores. El prototipo es Sandokan y su enemigo a muerte sir James Brooke, el sultán blanco de Sarawak, un personaje histórico. Mas no por ello era multiculturalista. Un inglés le pregunta a Yáñez, el amigo europeo de Sandokan, y el portugués se encrespa: «¡Por Baco, soy portugués de pura cepa!». Tanta fascinación y tan poderosa nostalgia tienen su reverso en que Salgari, como narrador, era lineal y plano, sin matices ni humor, lo que dificulta su relectura. Culpa mía más que suya, sin duda.
Se suicidó en Turín en 1911. Los editores le engañaban, como acostumbran hacer con todos los autores, y le regateaban las liras mientras se enriquecían a su costa. Las deudas y las desgracias familiares le acosaban. Se quitó la vida con un yatagán malayo. Genio y figura.
La Nueva España · 3 de mayo de 2011