Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Gautier, el viajero

El poeta francés se ganó la vida con la prosa

Théophile Gautier (1811-1872) es, por la fecha de su nacimiento, hace ahora doscientos años, el último de los románticos franceses y, aunque Víctor Hugo, nueve años mayor que él, le sobrevivió otros trece años, Gautier estaba más abierto a posibilidades que el retumbante autor de «La leyenda de los siglos» no contemplaba, por lo que se le considera puente entre la poesía romántica y los primeros escarceos del parnasianismo; y no porque el poeta no estuviera en el meollo romántico; asistió, siendo muy joven, con melenas y chaleco rojo, al tumultuoso estreno de «Hernani», y fue, en su inevitable etapa bohemia, el amigo de Gérard de Nerval, el romántico francés que mejor sobrevive a su época, pese a su corta obra en verso. Si el romanticismo francés tiene alguna vigencia es por Hugo, que más que poeta era una fuerza de la naturaleza, y acaso por Vigny, recatado y altanero, precursor de Montherlant, y desde luego por Nerval. Gautier como poeta hoy cuenta poco: es el equivalente a Lamartine, éste proyectado hacia el pasado y Gautier hacia el futuro. A partir de él, está la gran poesía francesa; Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, a la que es inevitable agregar a Nerval, y más que por su obra por su influencia posterior, a Laforgue. Ahí está la poesía moderna surgiendo del romanticismo, apadrinada o comadroneada por Poe y Nerval. Baudelaire, que dedicó a Gautier un artículo amable, le señala como «el escritor por excelencia; porque es el esclavo de su deber, porque obedece sin cesar a las necesidades de su función, porque el gusto de lo "bello" es para él un "fatum", porque ha hecho de su deber una idea fija». De Gautier es la repetida afirmación de que una cosa bella, si es útil, deja de ser bella. Mas él dedicó una parte muy considerable de su actividad a una ocupación tan utilitaria como colaborar en los periódicos y a escribir abundante prosa, bien narrativa («Espirita», «La novela de una momia»), bien de los asuntos más variados, entre los que se incluyen los relatos de viajes. El poeta a quien Baudelaire calificó como el «perfecto mago de las letras francesas» en la dedicatoria de «Las flores del mal» no se dejaba llevar por el arrebato poético y componía una poesía ligera, bien cincelada y agradable, como son sus «Esmaltes y camafeos». Con el paso de los años, engordó, se recortó la barba y tenía el orondo aspecto de un buen burgués.

Además de poeta, fue viajero que recorrió Italia, Grecia, Rusia y Turquía; en 1840 acompaña a España al millonario Eugène Piot para asesorarle en la compra de antigüedades y pinturas: el resultado es el libro «Viaje a España», en el que recorre el país del occidente de Europa como si fuera el Levante que tanto deslumbraba a los románticos. Como Byron o Beckford, ofrece una visión orientalista de España. Los viajeros franceses pretendían ver en España lo que se negaban a ver en su país. Tan sólo los Pirineos separaban Europa de Oriente: lo que no deja de ser literariamente tentador. Elogia la belleza de las mujeres como algo exótico y atraviesa la Alpujarra como si se tratara del desierto de Arabia. Pero no por ello se trata de un viajero deslumbrado o despistado. Observa en las ciudades que los burgueses se obstinan en «dar pruebas de civilización luciendo pantalones de trabillas». Aspiran a ser europeos dando la espalda a su país. Este grave problema español de toda época ha sido captado con agudeza por Gautier.

La Nueva España · 21 diciembre 2011