Ignacio Gracia Noriega
Picos finos y alfombras persas
La promoción de un arte elitista subvencionado sin aparente contradicción por partidos proletarios
Es maravilloso cómo han cambiado las concepciones de la cultura en ideologías de carácter dogmático que siempre le concedieron una gran importancia a la cultura como una de las vías para alcanzar sus objetivos políticos. Todavía no ha mucho se hablaba de arte popular, de «poesía para el pueblo», de teatro de la revolución, y se hacían sesudas consideraciones teóricas del tipo de las de Lenin o Trotski (evidentemente, Trotski tenía mejor gusto literario, por lo que incluso reconocía que Gogol era un gran escritor aunque fuera reaccionario), o bien las del comisario político Lunarchaeski, para quien todos los escritores que no caminaran por el «camino recto» estaban bajo sospecha; o bien sentimentales, a la manera de las de nuestro pobre don Antonio Machado, para quien «el pueblo» era una especie de abstracción a medio camino entre el folclorismo de su padre y el institucionismo de sus maestros. La conclusión a que llegó tanta teoría fue reconocer que «el arte para el pueblo» debería sustituir al «arte burgués», pero no ser de inferior calidad. Cómo podría conseguirse esto era lo complicado. El bienintencionado Víctor Serge (tan bienintencionado que conoció los campos de concentración siberianos de Stalin, sobre los que escribió una hermosa novela, «Medianoche en el siglo») afirmaba que «hay dos clases de escritores: los bufones de los ricos y los portavoces de las masas», mientras Orwell, que vivió en un ambiente menos extremo, es decir, en una democracia burguesa, aseguraba que las palabras burgués y burguesía señalaban a «toda la cultura dominante de nuestra época», aunque reconocía que «la literatura más específicamente proletaria la constituirían algunos de nuestros periódicos matutinos». En fin, y resumiendo: había que escribir para el pueblo, pero no se sabía qué ni cómo.
Por fortuna, la «sociedad del bienestar» zanjó esta ardua cuestión, y de la severa teoría se pasó a la promoción de un arte rigurosamente elitista subvencionado sin aparente contradicción por partidos de etiqueta proletaria, que apoyan proyectos culturales extraños, de aspecto cosmopolita y enérgicamente minoritarios, para uso y disfrute de exquisitos de extrema izquierda, herederos aunque lo ignoren de aquella «gauche divine» de grotesca memoria: sin duda «picos finos», que como llenen el estómago todos los días se entusiasman saboreando olores a la manera de las ocurrencias de Ferrán Adriá, pisan alfombras persas (o sus equivalentes minimalistas) o se pasman ante exposiciones fotográficas que cuestan al erario medio millón de euros. Recordemos que a Stalin le encantaba imitar el esplendor de los zares, por lo que a algunos ex stalinistas, que aunque cambiaron de chaqueta no cambiaron de camisa, les siguen gustando los zares, o para que haya más solera, los faraones. Digamos que 473.893 euros no los vale toda la obra de Carlos Saura poniéndole precio alto. Pero el elitismo se paga caro. Cuando menos, la aburrida teorización sobre el «arte popular» era menos costosa que estos despilfarros elitistas.
La Nueva España · 23 febrero 2012