Ignacio Gracia Noriega
Lawrence Durrell y el fin de la novela
El autor de «Viejo muere el cisne» fue el último escritor de resonancia internacional que intentó un vasto proyecto novelesco en el siglo XX
Con motivo del centenario del nacimiento de Lawrence Durrell (en la India en 1912, de padres ingleses y educado en Inglaterra, a cuyo cuerpo diplomático sirvió en Atenas, El Cairo, Alejandría, Rodas y Belgrado), merece recordar a este escritor de gran éxito en su día y biografía pintoresca, perteneciente a una familia de prestigio cultural, algo así como los Huxley aunque Lawrence era menos engreído que Aldous o, cuando menos, sus personajes eran menos cultivados y sermoneadores que los del autor de «Viejo muere el cisne». Lawrence Durrell, por los lugares en los que vivió como agregado de prensa o por elección propia, es un escritor mediterráneo de los que tanto abundan en los países que disponen de poco sol.
Goethe descubrió el Mediterráneo a los románticos con un estilo turístico-campanudo y a partir de su «Viaje a Italia» fueron numerosos los escritores que surgieron de las nieblas para asomarse al mar vinoso. A juzgar por sus libros («Cefalu», «Carrusel siciliano», «Monsieur», el «Cuarteto de Alejandría») y algunos ajenos (Henry Miller escribió «El coloso de Marusi» a raíz de una visita que le hizo cuando residía en Grecia), Durrell es tan mediterráneo como las islas jónicas o Sicilia, aunque con pasaporte británico, lo que es una gran ventaja.
Cuando Durrell publica en 1938 y en París «El Cuaderno Negro», su primera novela, T. S. Eliot anunció que «me da esperanzas respecto al futuro de la ficción de prosa». Poco esperaba el ilustre crítico que Durrell estaba destinado a ser el último escritor de resonancia internacional que intentara en el siglo XX un vasto proyecto novelesco (con excelente resultado comercial, por lo demás).
No era, pues, una esperanza, sino una estación terminal. Porque después del «Cuarteto de Alejandría», publicado entre 1957 y 1960, ningún otro escritor acometió un empeño narrativo tan ambicioso. En la segunda parte del siglo XX ya no se escriben novelas. Entre los años 50 y 60 desaparecen los grandes novelistas de la época anterior (Thomas Mann, Faulkner, Hemingway, Broch), y no hay nadie que los sustituya ni de lejos. El «nouveau roman» se agota en su propia poquedad y nulidad de suponer que el «boom» sudamericano fue algo más que imitación y oportunismo sería poco serio.
Durrell, cuando menos, pretende poner un mundo literario en pie, como anteriormente habían hecho Proust, Musil, Joyce y Faulkner. Su Alejandría es una gran creación, como lo fue Cuernavaca en «Bajo el volcán», de Malcolm Lowry: es algo más que una ciudad, y se impone a los personajes. Durrell narra la misma historia a través de cuatro novelas: «Justine», «Balthazar», «Mountolive» y «Clea»: algo que muchísimo antes habían hecho con precisión literaria los Evangelios sinópticos.
El resultado conseguido por Durrell (sin tener en cuenta la coquetería de pretender aplicar la relatividad eisensteniana a la novela) es notable. Y más notable porque Durrell es, según Steiner, un escritor barroco de formas victorianas. Sólo así, no siendo moderno, pudo escribir la última novela.
La Nueva España · 18 de octubre de 2012