Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Sobre la inmortalidad

En torno a los sueños que ayudaron al hombre más que el esplendor de la ciencia

Si he entendido bien el resumen que C. Jiménez hace en «La Nueva España» de una intervención pública en Gijón del científico Carlos López Otín, el ser humano es «finito y vulnerable», por lo que «los sueños de inmortalidad son innecesarios». Lo primero yo creo que lo sabemos todos, excepto, tal vez, una amiga de mi madre que creía que por estar delgada no se iba a morir nunca y otro desocupado de mi pueblo que paseaba frenéticamente porque quería llegar al año dos mil sin darse cuenta que ese año iba a hacer lo mismo que había hecho en 1977, pongo por caso: nada, porque en su vida dio palo al agua. Lo de que «los sueños de inmortalidad son innecesarios» supongo que se trata de una transcripción errónea o mal interpretada porque son tan imprescindibles para la conservación y mantenimiento de la especie como la respiración, al menos desde que el ser humano se levantó sobre sus patas traseras. Una afirmación como ésta indignaría a Unamuno si la hubiera escuchado fuera de contexto y yo no dudo de que el presidente de la sociedad internacional de bioética podría hacerla. Mas López Otín, un científico serio, no la hace y reconoce que en su laboratorio del Cristo ha visto cosas que ni él mismo creía, ya que, como afirmaba Novalis, «La naturaleza siguió siendo tan maravillosa e inconcebible, tan poética e infinita como antes, a despecho de los esfuerzos por modernizarla».

Me gustaría conocer el discurso de López Otín. «Afortunadamente hay una serie de argumentos moleculares que nos llevan a la mortalidad», afirma. La inmortalidad es contraria a la naturaleza y su espanto ha sido descrito por Swift en «Los viajes de Gulliver»: imaginan el infierno de vivir eternamente con todas las lacras de la vejez. En la actualidad se realizan estudios que concretan determinadas mutaciones científicas pero que no hacen posible la inmortalidad del ser humano, según López Otín, y de ahí se llega a la conclusión de que «somos vulnerables y finitos»: en ese contexto, «los sueños de inmortalidad son innecesarios», porque no son posibles vacunas, pastillas, dietas vegetarianas o ejercicios físicos que garanticen la inmortalidad. Tan sólo Walter Scott afirmaba que si encontramos la proporción exacta de whisky que hay que beber diariamente los cementerios estarían vacíos y los médicos sin trabajo, pero seguramente exageraba.

Los grandes religiones que creen en la inmortalidad, tanto el cristianismo, como el islamismo y el budismo, son conformes a la afirmación de López Otín: el hombre es «finito y vulnerable», pero no por eso deja de ser inmortal y los sueños de inmortalidad no son innecesarios, sino todo lo contrario: ayudaron al hombre a lo largo de su historia bastante más que el esplendor de la ciencia. La cuestión es que la inmortalidad no es un problema científico, sino un planteamiento religioso y filosófico, o, si se quiere, poético. Se puede afirmar que el hombre muere, porque es irrefutable. No hay certeza de lo que ocurre después porque pertenece a otro orden que no es el físico. ¿Somos inmortales o no? No hay respuesta: quede la posibilidad de serlo o no al 50%.

La Nueva España · 12 septiembre 2013