Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Un poeta en la calle

A propósito de un escritor que entrega poemas a quien le da una limosna

Los lunes, día de mercado, un hombre se sienta a la entrada de un portal hacia la mitad de la calle principal de Infiesto. Es alto, de pelo blanco y viste un jersey gris de cuello alto; gastado y limpio: ante él, un platillo metálico y un montón de folios. En el platillo hay algunas monedas de escaso valor: si echamos unas monedas, el hombre, sin decir palabra, ni siquiera «gracias», alarga un folio y en el folio está escrito un poema con letra grande y clara. El poema es largo, ocupa todo el folio, a veces dos folios incluso. Me pregunto si los dos folios corresponderán a quien da una limosna mayor, «en papel», como dice Maruja Botas en Castrillo de los Polvazares, pero no, el poema de dos folios puede corresponder a quien da diez céntimos lo mismo que a quien da diez euros (caso rarísimo, evidentemente). En este aspecto, el poeta es ecuánime y entiende que la cantidad no hace el poema y, a fin de cuentas, como decía Poe, un poema largo no es otra cosa que una suma de poemas cortos. Toda época trata a su modo a los poetas: Vigny, en un libro altanero y sombrío, refiere los casos de tres poetas: uno de ellos muere de hambre bajo el «ancien régime», y a otro, a Chenier, lo guillotina la Revolución. Como decía Mandelstam, ningún país como la URSS le concedió tanta importancia a la poesía: allí a los poetas les pegaban tiros en la nuca o los enviaban a morir a los campos de concentración de la Siberia oriental, como al propio Ossip Mandelstam. En la época actual a los poetas se les concede poquísima importancia: apenas hay, y los poetisos, dándoselas de haber pisado buenas alfombras y de estar familiarizados con el esplendor veneciano, aspiran a ser funcionarios estatales.

Pero sin duda resulta un poco sorprendente y desasosegante que un poeta, en la mejor tradición, se eche a pedir a la calle. Vuelven los mendigos como en la Corte de los Milagros. Algunos son expeditivos, como aquél que proclamaba en un cartel, a su lado: «O pido o robo»; otros sentimentales, corno el cincuentón que pide alegando que es huérfano. Pero se trata de especies urbanas y, por tanto, desalentadas. Hay pobreza, pero han desaparecido los «pobres», vagabundos que recorrían los campos y las aldeas y a veces se acercaban a los aledaños de las ciudades, como aquel Lolin bajo y rechoncho, de cara redonda y sonrosada, bigote blanco amarilleado por el tabaco y. bajo é1, perenne sonrisa, que llevaba el saco al hombro y llamaba a todo el mundo «Lolo». Nada agradecía tanto como una botella de vino. Siempre estaba de estupendo humor y traía historias de los bosques y de los caseríos. La última vez que le vi me dijo moviendo la cabeza: «¡Ay, Lolo, estoy cansado!».

El poeta de Infiesto se llama Eugenio Escribano y es de la estirpe de Lolín. Al menos su poesía contiene palabras hermosas y no es sombría: en su «Mensaje del arco iris» encontramos versos como «ruiseñor, que cantas conforme la memoria del amor» o «es necesario pasar por el placer para conseguir el descanso». En efecto, es un poeta: también ha escrito novela y ensayos, y corno quien no quiere la cosa, añade: «Si alguien me echara una mano...».

La Nueva España · 19 septiembre 2013