Ignacio Gracia Noriega
Hugo Gaitto: adiós, pájaro errante
Argentino, titiritero y trotamundos, el jazz era una de sus señas de identidad
La primera noticia que tuve de la existencia de Hugo Gaitto fue a través de algunos artículos publicados con su firma en la legendaria «Revista de Asturias», el suplemento literario del efímero «Asturias Diario». Llamaba la atención el exotismo de su nombre tanto como el de sus artículos, y Juan Cueto, que raramente habla mal de nadie, hablaba muy bien de él. Una de sus «señas de identidad», como se decía entonces, era el jazz. Hugo Gaitto sabía más de jazz que cualquier otra persona empapada de modernidad de aquel tiempo. Posteriormente publicó media docena de artículos no menos memorables en «Los Cuadernos del Norte», y su figura fue cobrando forma: muy alto, moreno, peinado hacia atrás y, sobre todo, argentino. Tan argentino que se llamaba Hugo, su hijo Martín y su mujer, pelirroja de cara pecosa y muy graciosa, y agradabilísima, se llamaba Delia, de manera que en Martín concurrían la parte irlandesa de la madre y la genovesa del padre, más la evocación de Martín Fierro de su nombre. Hugo tenía alma de trotamundos y era un excelente cocinero: era titiritero y había vendido globos en el parque del Retiro de Madrid. Su vocación era la de «clochard», y durante una larga temporada fue tabernero en Villaviciosa. Además, era un buen escritor de obra muy breve, tal vez por seguir la opinión de Joubert de que los bue-nos escritores escriben poco, y personaje de una novela de José María Guelbenzu. El diario «El País» era su biblia; Guelbenzu, su profeta, y su escritor preferido, el uruguayo Felisberto Hernández, Alguna vez estuvo a punto de aceptar el encargo de Guelbenzu, entonces director de Alfaguara, de hacer una antología de los cuentos del autor de «Los geranios», pero Hugo no era hombre de empresas dilatadas Se desenvolvía muy bien en los espacios cortos, en el escrito fragmentario, en la evocación melancólica, y también en el silencio. Según Guelbenzu, los mejores asados del mundo no se comían en Buenos Aires, sino en Villaviciosa. Pero en el bar El Sol, de Villaviciosa, solo vendía vino y bebidas. Las comidas las preparaba en su casa y en casa de sus amigos. Algunas veces cocinó en mi casa, o en la del coronel Mauriño, y todas fue memorable.
Conocí en persona a Hugo Gaitto gracias a Guelbenzu, que un día me llamó para decirme que un amigo suyo del alma iba a establecerse en Asturias. Hugo hablaba de manera reposada y en argentino. Era tímido o escéptico hasta la exageración. En cierta ocasión que debía presentar a Javier Pradera, que daba una conferencia en el Círculo Cultural de Valdediós, se metió en el bar que entonces había frente al convento y no hubo manera de hacerle salir. Pocas personas corno él se refugiaban tanto en la nostalgia. Seguramente soñaba con un mundo maravilloso de música y alas o con las maravillas que eran capaces de hacer al piano Fats Waller y Art Tatum y con que hubiera «una sonrisa en todas las caras», cuando los dedos de Fats recorrían las teclas como al desgaire. Su primer artículo en «Los Cuadernos del Norte» se tituló «Cuando la izquierda no era triste» Es sobre jazz, pero es un título formidable. Ahora Hugo ha muerto y la música que amó se ha desvanecido con él.
La Nueva España · 16 mayo 2014