Ignacio Gracia Noriega
La aldea perdida, o qué verde era mi valle
Un recorrido por la Arcadia de Palacio Valdés, la Cenciella de Pérez de Ayala y la polémica de los sidros, guirrios y zamarrones
«!Sí, yo también nací y viví en Arcadia!». Así comienza «La aldea perdida», la novela de Armando Palacio Valdés que es glorificación de la vida rural frente a la barbarie industrial y urbana. El narrador de la novela supo lo que era «caminar en la santa inocencia del corazón entre arboledas umbrías, bañarme en arroyos cristalinos, hollar con mis pies una alfombra siempre verde». Estamos en el concejo de Laviana, cuya capital, la Pola, era en la primera mitad del siglo XIX el centro cultural y judicial del valle del Nalón entre Sobrescobio y Langreo: a ello alude la canción:
Por cuatro palos que di
Junto a la iglesia de Sama
Lleváronme prisionero
A la cárcel de Laviana.
Armando Palacio Valdés nació en Entralgo, muy próximo a la Pola, el 4 de octubre de 1853, a las cuatro y media de la tarde, según precisa Francisco Trinidad. A los seis meses de su nacimiento, la familia se traslada a Avilés, otro de sus escenarios literarios asturianos. A diferencia de Clarín y de Ramón Pérez de Ayala, novelistas ovetenses, con desarrollos narrativos en Oviedo y sus alrededores, las novelas de Palacio Valdés se extienden por buena parte de la Asturias central: Avilés («Marta y María»). Oviedo («El maestrante»), y no entraremos en la vana polémica de sí «José» se desarrolla en Cudillero o Candás: el nombre ficticio del Rodillero, tal vez indique algo, y la descripción que abre la novela parece ser la de la Fuente de Canto. Pero si Palacio Valdés es conocido y recordado. y permanece, se debe a sus novelas de Laviana: «El señorito Octavio», «El idilio de un enfermo», «Sinfonía pastoral», «La novela de un lista», «Santa Rogelia» (desarrollada en el inmediato valle de Langreo), y, sobre todas ellas, «La aldea perdida». El novelista no se alejó espiritualmente de su valle natal, al que se refiere una y otra vez, bien con sus nombres propios, bien con pseudónimos toponímicos: en «El señorito Octavio», Vegalora es Laviana, y La Segada, Entralgo. Así veía él su valle cuando era verde, patriarcal y feliz:
«El concejo de Laviana está dividido en siete parroquias. La primera, según se viene del mar por los valles de Langreo y San Martín del Rey Aurelio, es Tiraña: la segunda, la Pola, capital y sede del Ayuntamiento; enfrente de ésta Carrio, más allá Entralgo, y detrás de él, en el, en los montes limítrofes de Aller, Villoria, la más numerosa de todas. Por último, en el fondo del valle, a cada orilla del río, están Lorío y Condado. Allí se cierra y sólo por una estrecha abertura se comunica con Sobrescobio y Caso».
«La aldea perdida», que podría titularse fordianamente «Qué verde era mi valle», es la evocación nostálgica y elegíaca de un mundo desvanecido para siempre. El novelista recuerda los viejos buenos tiempos. El progreso sólo traerá oscuridad, violencia y desdicha. Con el progreso no empieza la civilización: empieza la barbarie.
«Sinfonía pastoral», novela de madurez, de sosiego, es la historia de la vuelta del indiano a la tierra natal. Como es habido, los indianos que verdaderamente vuelven lo hacen ricos, corno en los cuentos, que decía Ortega. Entre los personajes de esta novela figura un eclesiástico eminente, a quien el novelista llama con su nombre verdadero: fray Ceferino González, nacido en Villoría, la parroquia inmediata a Entralgo. Fray Ceferino (1831-1894) era dominico, fue misionero en Filipinas, profesor en Manila, obispo de Córdoba, arzobispo de Sevilla y Toledo, y cardenal. Como filósofo, intentó la restauración del tomismo, en obras como «La Biblia y la ciencia», «La filosofía elemental» y «Estudios sobre la filosofía de Santo Tomás». Gran fumador, increpó en cierta ocasión a un cura socialdemócrata de costumbres disolutas que rechazó el cigarro puro que le ofrecía, alegando con toda la contundencia de su carácter que fumar no es vicio.
Situémonos ahora bastante al norte de Laviana, en el concejo de Siero. De aquí eran los hermanos Justo (1872-1943) y Fausto Vigil (1873-1956), historiador y erudito, cronista oficial del concejo, autor de trabajos sobre Siero, y Enrique II, sobre la Guerra de la Independencia en Siero, de una «Historia de Siero», más trabajos de interés etnográfico como la polémica que mantuvo con Uría Riu a propósito de los sidras, guirrios y zarnarrones. Los sidras son aguinalderos que disfrazados con máscaras y con pieles de animales, protagonizan mascaradas de invierno que se conservan con distintos nombres en algunos concejos de la región (los zamarrones de Lena, los barrancos de Caso, el guirria de Ponga, etcétera). Según Fausto Vigil, los sidras, propios de Siero y Bimenes, constituyen el último eslabón con los misterios medievales representados en los atrios de las iglesias. A finales del siglo XIX, José Noval, «Siero» (1856-1937), dio en escribir «comedies» para las mascaradas de los sidras, de tono popular y carnavalesco, con personajes fijos (la Dama, el Galán, el Viejo, el Ciego y su criado, los tontos, etcétera) y referencias a la actualidad: las guerras carlistas, las de Cuba y África, la emigración, el anarquismo, etcétera. Son extrañas pervivencias de los remotos orígenes del teatro europeo, en cuya importancia no se ha reparado suficientemente. Al oeste del gran concejo de Siero se encuentra el de Noreña, condal y episcopal, reducido a la villa; mas está cargado de pasado ilustre y turbulento. Buena parte de la historia medieval de Asturias se desarrolló aquí o tuvo relación con Noreña. En su cementerio están enterrados el economista Álvaro Flórez Estrada, nacido en Somiedo, pero pasó los últimos años en el palacio de Miraflores, y el historiador Juan Uría Riu, iniciador de los estudios medievales en Asturias y su principal medievalista. De Noreña era el P.Alberto Colunga (1879-1962), autor, en colaboración con Eloíno Nácar de la versión de la Biblia más difundida en España en la época modena.
Aunque ovetense de nacimiento, Ramón Pérez de Ayala pasó los veranos de su juventud en Noreña, a la que dio el nombre literario de Cenciella, y el de Tereña en «La rifa de la xata». Los cuentos de «El raposín», un personaje popular, «menudo, flaco, vivaz», se desarrollan en una Noreña en la que tiene considerable presencia la estación del ferrocarril. Otros lugares y tipos de la vida citados son la capilla del Ecce Homo, la industria chacinera y los zapateros. De Cenciella era Belarmino, remendón filosófico que tenía su cajón en la rúa Ruera de Pilares, frente al del dramático Apolonio, en la novela que lleva por título los nombres de ambos: «Belarmino y Apolonío». En «Luz de domingo», novela poemática, unos amores ingenuos son truncados por rivalidades caciquiles en una Cenciella abrumada por los enfrentamientos políticos y, no obstante, filarmónica. «La paz del sendero», su prima libro de poesías, publicado en 1903, transmite la serenidad de unos recuerdos, relacionados en algún verso explícitamente con Noreña, de un mundo en el que el campo y la villa no son enemigos ni contradictorios, de la nostalgia de la aldea perdida:
En la paz del sendero se anegó el alma mía, que de emoción no osó llorar. Atardecía.
La Nueva España · 28 julio 2013