Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mapa literario de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

El solar de Jovellanos

La amplia y acogedora sombra del ilustrado planea sobre un Gijón que pese a su fama de ciudad de pintores registra una amplia nómina de literatos de variada factura.

De Villaviciosa a Gijón se pasa por Arroes, de donde era el famoso Ramón García Tuero, nacido en 1860 y más conocido por el Gaitero de Libardón, localidad en la que se casó en 1890 y como demostración de que en Asturias hay matriarcado, desde entonces se le llamó con el nombre del pueblo de su mujer. También era de Arroes Tomás Tuero (1851-1893), un malogrado escritor más conocido por la devoción que le tenían sus amigos que por su obra, escasísima. Clarín escribió:

Dejó publicado algo, muy poco, que puede servir de indicio a quien sepa leer entre líneas para calcular el valor del espíritu que se oculta detrás de esos rasgos de ingenio improvisados, escritos a vuela pluma y sin pretensiones, por ganar el jornal casi siempre y refiriéndose a asuntos que al escritor no le llegaban al alma.

Se le deben una traducción de «Nana», de Zola, y algunos escarceos teatrales.

Al término de Gijón se entra por el alto del Infanzón, por una carretera que discurre entre parajes boscosos y que desde arriba ofrece una soberbia perspectiva de la eran villa pero a la que la pedantería de la velocidad y de los rápidos desplazamientos ha reducido ahora a uso local.

Sobre Gijón planea, como sobre toda Asturias, la amplia y acogedora sombra de Jovellanos, el gijonés más ilustre, el asturiano más ilustre y, según Jiménez Losantos, «el español por excelencia». Dios nos libre de parecer «chauvinista», pero el tan desdeñado siglo XVIII se resume en dos asturianos, uno de pación (Feijoo) y otro de nación (Jovellanos). Feijoo, nacido en Casderniro, en la provincia de Orense (como se escribía entonces) escribió toda su obra en Oviedo, y Jovellanos, a diferencia de otros asturianos que se fueron muy jóvenes de su tierra para no volver, como Alonso de Quintanilla, Bances Candamo y Campillo, vivió buena parte de su vida, la más fecunda y mejor, en su Gijón natal. Cuando le llega el nombramiento como embajador en Rusia, lo deplora amargamente, dándose cuenta de que su vida tranquila de estudio y conocimiento había terminado. A partir de asta salida de Gijón, su vida dará muchas vueltas, pisará los despachos del gobernante en ejercicio y las cárceles de gobernante caído en desgracia. Aún le queda una última y muy corta estancia en Gijón, adonde llega decrépito pero no vencido, y debe abandonar su lugar de nacimiento para siempre ante la amenaza francesa, para morir pocas millas al oeste, en Puerto Vega. La obra de Jovellanos (17441810) no se reduce a lo que escribió, sino también a lo que hizo. Sus ideas sobre economía y gobierno merecían una práctica mayor de la que tuvieron: pero su ministerio fue efímera A diferencia de sus compatriotas y contemporáneos afrancesados, prefería el civilizado sistema parlamentario inglés y no se dejó tentar por el extremismo revolucionario: en seguida vio la sangre debajo de la retórica humanista e incendiaria. No hay cosa peor que quienes pretenden regenerar a la especie humana a golpes de guillotina. En materia económica explicó algo muy elemental que los españoles no acaban de admitir y reconocer: no corresponde al Estado enriquecer a sus ciudadanos sino garantizarles las situaciones idóneas para que puedan hacerse ricos. La intervención del Estado, cuanto menor sea, mejor. Sin libertad no hay comercio. Lo ideal serían pocas leyes pero que se cumplieran. Con muchísimas leyes que se pueden saltar a la torera con la mayor facilidad no se adelanta nada o se llega a la situación en la que ahora estamos. El frenesí legislativo es otra expresión del absurdo.

Como escritor, su obra es voluminosa. Su teatro («Pelayo», «El delincuente honrado») es irrecuperable y como poeta acusa los resabios de su época aunque en sus versos finales se advierten vislumbres muy notables y muy conseguidos del romanticismo. Fue poeta lunar y prosista lunar, y tiene razón Gerardo Diego cuando señala que lo mejor de su poesía en su prosa: por ejemplo, la descripción del castillo de Bellver. La prosa de Jovellanos (didáctica, histórica, económica, política) alcanza elevación extraordinaria en el «Elogio de Carlos III» y en la «Memoria en defensa de la Junta Central», uno de los grandes y más solemnes testimonios personales e históricos de nuestra lengua. Sus «Diarios» y las «Cartas a Ponz» son obras maestras de un género misceláneo y enciclopédico en el que se reúnen el relato de viajes, la estampa histórica, la erudición arqueológica y artística, y su propia visión y opiniones que unifican el enorme material acumulado. Jovellanos, a pesar de sus actividades profesionales y políticas que necesariamente le situaban fuera de la región, fue de los asturianos que más escribieron sobre Asturias, con sabiduría y afecto, pues sabía sobre qué escribía, ya que recorrió la mayor parte de su tierra, como certifican sus «Diarios»; y como escribió Unamuno, a una tierra se la conoce y se la ama de una sola manera: pisándola.

Se ha dicho que Oviedo es una ciudad de novelas y Gijón de pintores. No es exacto. En Gijón nacieron buenos novelistas y sobre Gijón se escribieron buenas novelas. Incluso hubo novelistas tan diferentes no sólo por la temática sino por la extensión de sus obras como Alejandro Núñez Alonso, autor de la imponente pentalogía sobre Benasur de Judea, a la manera de «Ben Hur» de Lew Wallace, y de menores reconstrucciones históricas sobre épocas recientes, como «Cuando don Alfonso era rey», y autores de una sola obra como Julián Ayesta, cuya «Helena o el mar del verano» es una de las más hermosas novelas cortas del siglo pasado, en la que se reconstruye el Gijón luminoso y mágico de la infancia y de la primera juventud. Una prosa evocadora y envolvente (como se dice ahora) evoca un mundo que se fue y no volverá, pero que se reconstruye en el recuerdo de manera feliz. Ayesta, a quien conocí personalmente y constato su despego de la literatura y de las actividades habituales del escritor, escribió otras cosas, poquísimas, y que al lado de la luminosidad de oro puro y de mañana de verano de «Helena», no valen nada.

Francisco Acebal (1864-1933: según María Elvira Muñiz, en 1864, en su «Historia de la literatura asturiana en castellano», y en 1866 en su otra obra, «Escritores de Gijón») es un novelista galdosiano que se dio a conocer con la novela corta «Aires de mar», premiado en 1901 por un jurado en el que estaba Pérez Galdós. Le siguen las novelas «Huellas de almas», «De buena cepa», «Dolorosa» y «El calvario», la colección de cuentos «De mi rincón», y las novelas cortas «Rosa mística» y «Penumbra». También incurrió en la poesía («Crepúsculo en el mar»), el teatro («A la moderna») y el periodismo («Cartas de Acebal»). Con toda seguridad se trata de un autor al que habrá que descubrir.

Antonio Ortega (1903-1970) escribió pocos cuentos pero excelentes («Yemas de coco») y una novela, «Ready», cuyo narrador es un perro. El exilio y el periodismo alimenticio (dirigió la revista «Carteles» en La Habana) obstaculizaron su actividad literaria. Dos gallegos, Franco y Fidel, le exiliaron de España y Cuba, y otro dictador cuyo nombre también empieza por efe, Fulgencio (Batista), contribuyó, junto con los otros, a su úlcera de estómago.

Otros novelistas y narradores son Luciano Castañón, Oscar Muñiz, Mauro Muñiz, etcétera. Entre los escritores festivos se cuentan Pachín de Melás y Adeflor, y en la erudición tenemos el erudito violento (Julio Somoza) y él apacible (Enrique García Rendueles, autor de una deliciosa «Liturgia popular»). El poeta torrencial Alfonso Camín nació en Roces. Gijoneses eran el trotamundos Alonso Carrió de Lavandera, autor de «Lazarillo de ciegos caminantes» y el ilustrado Ceán Bermúdez, biógrafo de Jovellanos, ambos del siglo XVIII.

La Nueva España · 11 agosto 2013