Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mapa literario de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Carretera de Avilés

En Carreño escribió en bable Antón de Marirreguera; en Luanco nació Isidoro Acevedo, fundador del PCE, y están vinculados a Avilés Palacio Valdés y el olvidado Juan Ochoa

Carretera de Avilés, un carretero cantaba y unos poetas escribían. Saliendo de Gijón hacia el Cabo Peñas encontramos en Carreño al clérigo Antón González Reguera, más conocido por Antón de Marirreguera, natural de Logrezana y párroco de Prendes, sobre quien escribe Menéndez Pelayo, un poco en son de burla, que

a principios del siglo XVII componía en armoniosas y fáciles octavas sus poemas de "Píramo y Tisbe", "Hero y Leandro" y "Dido y Eneas", consistiendo la mayor parte del primor de tales rasgos en la divertida metamorfosis que hace sufrir el autor a las clásicas narraciones de Ovidio o del libro IV de la "Eneida" virgiliana, que supone recitadas por un viejo asturiano junto al fuego.

Los orígenes de la poesía en bable son extrañísimos: aparece en época muy tardía y sus manifestaciones literarias no tienen que ver con el entorno de una lengua rústica y de pobre léxico muy ceñido a las faenas agrícolas (como demuestra el diccionario de Carlos González Posada), y sus monumentos literarios no son idilios aldeanos ni épica montaraz, sino parodias irónicas de poesía culta. Lo que indica que los primeros bablistas, como los actuales, escribían una lengua artificiosa que no utilizaban en su comunicación diaria.

Marino Busto, buen ejemplo de erudito local, fue cronista oficial de Carreño, autor de trabajos sobre Antón de Marirreguera, y Carlos González Posada, de un documentado estudio sobre Carreño en la Guerra de la Independencia y de una modesta obra narrativa que incluye los cuentos de «Alma de la tierrina», la novela corta «Josefín el emigrante» y la novela «El beso de la catedral de Érfurt». Asimismo, era originario de Carreño el marqués de Valero de Uría, escritor raro y un pelmazo de mucha categoría.

De Candás era Carlos González Posada, clérigo muy instruido que urdió la patraña del pleito de los delfines, ensayó un diccionario en bable que evidencia la pobreza de esa lengua y es autor de una «Biblioteca asturiana» que proporciona noticias sobre los autores asturianos hasta su época. De Luanco eran los González Blanco, quienes por ser el padre maestro nacieron dispersos por la geografía regional y nacional: Andrés nació en Cuenca, como Clarín en Zamora, y Luanco figura en algunas de sus novelas con el nombre de Puertuco, como es el caso de «El americanín del automóvil». Su hermano Edmundo, nacido en Luanco, es autor de un volumen de «Cuentos fantásticos».

También de nacimiento luanquín era Isidoro Acevedo (1867-1952), trasladado con su familia a Madrid cuando contaba 7 años, trabajador en el arte de la tipografía, seguidor de Pablo Iglesias, uno de los fundadores del Partido Comunista de España y autor de la novela «Los topos» (1930), desarrollada en las minas de carbón de Moreda. Y en Gozón había nacido Nicolás Castor de Caunedo (1818-1879), de obra breve pero sugestiva como su «Álbum de un viaje por Asturias», lleno de curiosas noticias, algunas de mucho sabor romántico, escrita con motivo del viaje de Isabel II por la región.

Entramos, al fin, en Avilés, escenario de «Marta y María», la segunda novela de Palacio Valdés y la única de escenario avilesino. La villa en la ficción novelada se llama Nieda:

La villa de Nieda, como ya se ha dicho, tiene soportal en casi todas sus calles de uno a otro lado, a veces de los dos. Suele ser bajo, desigual y sostenido por columnas lisas y redondas de piedra, sin adorno de ningún género, muy mal empedradas, asimismo. Si todas las casas se restaurasen (y no dudo que sucederá con el tiempo), la villa, merced a ese sistema de construcción, tomaría un cierto aspecto monumental que la haría digna de verse.

La novela contrapone dos tipos de mujer: María, la mujer medio mística que no vive con los pies en la tierra, y Marta, la mujer hacendosa, seria y serena, siguiendo la tipificación evangélica de las dos hermanas de Lázaro: la mujer con la cabeza a pájaros y la mujer práctica. De época muy anterior, correspondiente al período clásico de nuestras letras, son Tirso de Avilés (1519-1539), historiador generalogista y meteorólogo, de ruda prosa y pésimo verso heráldico, pero de lectura muy provechosa por el abundante acopio de noticias curiosas e interesantes que ofrece, y Francisco Bances Candamo (1662-1704), de la parroquia de Sabugo, el más importante de nuestros escritores de la época clásica, dramaturgo de gran éxito en el ocaso de nuestro Siglo de Oro (que, en realidad, fueron dos siglos, desde el nacimiento de Garcilaso de la Vega en 1503 al fallecimiento de Calderón de la Barca en 1681), autor de comedias, dramas históricos y de enredo y autos sacramentales, seguidor de Lope de Vega, Calderón y, como poeta lírico, de Góngora. Con él se cierra un ciclo glorioso y él mismo, viéndole poco porvenir al teatro, se hizo recaudador de contribuciones, muriendo, se supone que envenenado, en Lezuza. Los de las contribuciones nunca gozaron de la simpatía del público, pero los de Lezuza fueron harto expeditivos.

Juan Ochoa (1864-1899) es un gran narrador olvidado a quien se intentó recuperar en varias ocasiones con resultados desoladores. Pertenecía al círculo de Tomás Tuero y Clarín, todos tuberculosos. Escribió muy poco: tres novelas cortas («Su amado discípulo». «Los señores de Hermida» y «Un alma de Dios») y una docena de cuentos, de los que destacan dos o tres magníficos. Era mejor cuentista que Clarín porque tendía a la brevedad, resolvía las situaciones de manera rápida, sin fárragos, comentarios del autor ni episodios subordinados, y su lirismo (fino como el cristal en «El vino de la boda», «Nube de paso», «Historia de un cojo», «Libertad») es de muy buena ley y cala hondo. Lo peor es cuando pretende seguir la vía sarcástica, imitando a Clarín, a quien tenía por maestro en estampas satíricas como «Rodríguez Chanchullo, don Próspero». En Ochoa uno de los mejores narradores asturianos, digno de figurar al lado de Clarín, Palacio Valdés y Pérez de Ayala, y en algún aspecto, como narrador eficaz y lírico, por encima de ellos. Raquero Goyanes equipara sus cuentos a los de Katherine Mansfield (también tísica). Yo le compararía con Chéjov. Con todos ellos se podría organizar un sanatorio antituberculoso.

Estanislao Sánchez Calvo (1842-1894) fue un tremendo erudito genialoide, autor de «De los nombres de los dioses», donde estudia los orígenes del lenguaje relacionándolos con la mitología, y «filosofía de Lo maravilloso positivo», donde la especulación científica deriva hacia la teosofía y la parapsicología. También escribió algunos cuentos, de menos valor literario que sus especulaciones intelectuales, que, disparatadas o no, revelan al menos a un escritor de gran imaginación, caso desconocido entre eruditos.

Juan García Robés escribió «Villagrís», en la línea de Palacio Valdés, y Eloy Fernández Caravera es el autor de «Mayita», la culminación del costumbrismo avilesino. Muy diferente, por su estilo, temática e intenciones, es David Arias, autor de «Después del gas» (1934), en la que se adelanta a la literatura catastrofista, tan en boga treinta años más tarde. En el exilio mexicano publica «Llegará del mar» (1944), cuyo título es mucho mejor que el resto de la novela.

Será inevitable no mencionar a Constantino Suárez (1890-1941), a cuyo monumental registro de autores tanto debemos que en alguna ocasión trabajamos sobre literatura asturiana. También cultivó el ensayo y la novela («Emigrantes», «Sin testigo y a oscuras», etcétera) de interés más limitado.

La Nueva España · 18 agosto 2013