Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entre el mar y las montañas

Ignacio Gracia Noriega

Covadonga

Covadonga es el lugar de cita y exaltación del espíritu asturiano, el punto donde la leyenda e historia se reúnen en torno a paisajes de extraordinaria majestad; como escribió el poeta inglés Robert Southey: «Wor in the heroic annals of her fame / Doth she show forth a scene of more renown».

Covadonga es muchas cosas a la vez: es una montaña y un santuario, una cueva y el recuerdo de una batalla que está en el origen mismo de España. Los Picos de Europa se hallan flanqueados en sus límites oriental y occidental por dos santuarios, el de Santo Toribio de Liébana y el de Covadonga: el primero, con su «lignum crucis», sus grandes proporciones, su austeridad arquitectónica casi escurialense; el segundo, con el recuerdo de una batalla legendaria y de la fundación de un reino, y sus aires casi cosmopolitas, a los que contribuyen las buenas instalaciones hosteleras, un poco «demodées», con ese encanto de lo que se ha ido y difícilmente se recupera, y la fábrica neogótica de la Basílica, de piedra rosada, en cuya edificación pusieron su entusiasmo y energías el obispo Sanz y Forés, el canónigo don Máximo de la Vega, y el polifacético alemán de Corao, don Roberto Erassinelli, un hombre que dejó huella profunda en las [207] tierras orientales de Asturias.

Para ir a Covadonga desde Cangas de Onís se toma la carretera de Panes, aunque tomando la desviación en Soto de Cangas que pasa por La Riera. Poco a poco el viajero se va dando cuenta de que le aguarda, y no lejos, algo importante. El Campo del Repelao está en la base de Covadonga, por así decirlo, y según la tradición aquí fue proclamado rey Pelayo, levantándose sobre su pavés, de acuerdo con la costumbre visigótica, y en conmemoración de este hecho, cuya verosimilitud histórica no ha sido suficientemente establecida, los duques de Montpensier mandaron colocar el obelisco, en recuerdo de su visita al lugar, en 1857.

Pelayo se enfrentó en Covadonga, en el año 722 y al frente de un reducido grupo de montañeses, a los invasores árabes; según Valentín Andrés Álvarez, «se refugió en los alrededores de Covadonga, organizó allí un pequeño reino y los moros, dueños ya del resto de la península, enviaron un ejército para someter aquel rincón rebelde». En cualquier caso, el ejército no sería muy numeroso, dado los límites, más bien reducidos, del escenario de la batalla; según algunos historiadores, la famosa batalla sería una escaramuza entre los pueblos del Norte, vascones, cántabros y astures, contra los invasores musulmanes, de características parecidas a las que en épocas anteriores habían mantenido contra romanos y visigodos. En opinión de algunos, antes de estos sucesos ya había un culto a la Virgen en estas soledades, como resultado de la cristianización de culto pagano.

Sin embargo, hasta finales del pasado siglo, Covadonga no contó con un templo y unas instalaciones, dignos de su fama; como escribe Thomas F. Reese: [208] »El edificio de madera que constituía la vieja colegiata de Nuestra Señora de Covadonga, situada en plena montaña de Asturias, se quemó el 17 de octubre de 1777, y poco después el abad de la Real Colegiata, así como la Diputación de Asturias, le enviaron una petición al rey, pidiéndole permiso para solicitar ofrendas por toda España con el propósito de empezar la reconstrucción de la iglesia. El permiso fue otorgado el 9 de diciembre de 1777 y para el 23 de diciembre del mismo año, la Cámara de Castilla encargó a Ventura Rodríguez el proyecto». Este proyecto tuvo en su tiempo extraordinaria importancia, como señala Reese: «El proyecto de reconstrucción de la colegiata de Nuestra Señora de Covadonga fue una de las empresas arquitectónicas más importantes emprendidas en la segunda mitad del siglo XVIII. Ese proyecto representó el esfuerzo de colaboración entre el arquitecto Ventura Rodríguez, el ensayista Gaspar Melchor de Jovellanos y el ministro reformista Pedro Rodríguez de Campomanes, para hacer de la humilde iglesia dedicada a la Virgen de las Batallas un santuario regional que conmemoraría la primera batalla de la Reconquista y el nacimiento de la nación española. Arquitectónica y simbólicamente este esfuerzo representaba la reorientación del estilo y la experiencia española de valores barrocos hacia valores decididamente románticos».

Sin embargo, a causa del fallecimiento de Carlos III, el proyecto fue suspendido; y como escribe Martín Andreu Valdés en su «Visión de Covadonga»: «El estado de pobreza a que Covadonga vino, sobre todo después de la desaparición de aquel gran rey, que sentía verdadero amor a tan santo lugar, era tal que el Sr. Obispo Sanz y Forés, en su primera visita al [209] histórico Santuario, no pudo menos de exclamar dolorosamente impresionado: ¡Esto es Covadonga!

Caunedo, que visitó Covadonga antes de la reforma de Sanz y Forés, escribe: «De pronto se fijan los ojos con asombro en el sagrado lugar en que está escrita la más bella página de nuestra historia y que guarda un tesoro de recuerdos y grandezas. Allí está el famoso Auseba, hoy monte de la Virgen, el desmesurado gigante que muestra altivo su cabeza coronada de robustas encinas y que apoya sus plantas sobre un pedestal de granito, en el que rebotaban las flechas de los infieles y volvían a herirlos. Allí la renombrada Cueva-Longa, la cuna de la libertad española, el primer alcázar y la casa solar de los reyes de España, que custodia orgullosa la tumba del héroe, cuyo lugar señala entre las sombras de la noche un faro siempre luciente». La leyenda está al ras de la tierra en estos parajes, según el propio Caunedo: «Después de Soto está la pintoresca aldea de Riera, donde tiene su residencia el abad de Covadonga, y no lejos, ciertas rocas de granito que los sencillos campesinos aseguran se adhirieron milagrosamente al suelo, porque los moros querían arrojarlas contra los cristianos, siendo más probable fuesen lanzadas por éstos desde la cima del monte. También muestran ciertas rayas o surcos profundos en un peñasco, que aseguran es el resbalón del caballo de Pelayo».

Para Caunedo, la grandeza de Covadonga está en el escenario, pues quien no se consuela es porque no quiere: «Todo Covadonga es rústico, pero grandioso y romancesco. Un gran poeta, Víctor Hugo dijo que los pueblos escriben su historia en páginas de piedra: aquí puede leerse en las piedras, en los montes, en los riscos, en los troncos de los árboles. [210] Pero Covadonga se debe al impulso que dio a las obras Sanz y Forés. En 1874 se construyó la capilla de estilo romano-bizantino, y el 11 de noviembre de 1877 se coloca la primera piedra de la basílica, que se empezó a levantar según los planos de Lucas Palacio y de Roberto Frassinelli, bajo cuya dirección se hizo la cripta. El sucesor de Sanz y Forés en la sede de Oviedo, Herrero y Espinosa de los Monteros, detuvo las obras, alegando los muchos gastos que habían acarreado, y, finalmente, sobre los planos definitivos del arquitecto Aparici Soriano, se concluyeron las obras, siendo consagrada la Basílica el 7 de septiembre de 1901, por el obispo Ramón Martínez Vigil. El templo es un edificio de planta de cruz latina y tres naves, flanqueado por dos torres de cuarenta metros de alto. La capilla de la cueva y el Camarín de la Virgen se edificaron después de la Guerra Civil, ya que el anterior camarín, obra de Frassinelli, se consideraba inapropiado por su gusto excesivamente romántico; e incluso hubo sobre él un informe desfavorable emitido por la Academia de la Historia.

Aunque todos cuantos escribieron sobre Covadonga se refirieron y se refieren a sus escenarios de montaña, el lugar no está tan alto, como pudiera parecerlo gracias a esas descripciones. Sin embargo, antes que otra cosa, Covadonga es un escenario rodeado por un paisaje abrupto; así aparece en esta descripción de Tirso de Avilés: «Entre dos ásperos y espesos montes llenos de muy áspera silva, los cuales van a acabarse en muy alta roca en medio de la cual harto alto de la raíz estaba la cueva de la misma manera que en una alta pared o muro está una alta ventana sin haber subida para ella natural alguna, que si entonces se entraba en ella era guindándose por alguna forma [211] que para ello debían tener fácil, porque la entrada que ahora tiene está hecha por manos de hombres, alta harto, parte de piedra, parte de madera hasta llegar a la cueva en la entrada de la cual está ahora el templo de Nª Sª, hecho con tal artificio que lo más de él vuela fuera de la peña. Los dos montes entre los cuales dijimos que se hacía el valle, acaban en la alta roca de manera que hacen una manera de angiporto o calle sin salida, que dicen en las ciudades. Debajo de la cueva sale una fuente del Río Diva por cuya ribera subimos hasta aquí, y derruecase por la peña abajo con gran ímpetu, en la raíz se comienza a hacer un gran balso, donde procede el río Diva cuya angosta madre por ningunas lluvias creció tanto como entonces, con la sangre de los moros que allí murieron».

Concha Espina situó en este escenario su novela «Altar Mayor»: en algunas descripciones de la escritora, la Basílica se confunde con las montañas, sus torres arquitectónicas recuerdan las torres de los Picos, y la piedra y la niebla dominan y prevalecen: «Una admiración inmensa le aturde. Son las cimas de color de rosa; caen las gotas doradas del sol entre el follaje; se disuelven los últimos vellones de la neblina. Y la Catedral, roja, caliente al resbalón glorioso de la luz, arde entre montes como una llama de piedra».

José Ignacio Gracia Noriega. Cronista Oficial de Llanes
Entre el mar y las montañas, recorridos por la comarca oriental de Asturias
Económicos-Easa, Oviedo 1988, páginas 206-211