Ignacio Gracia Noriega
Cocina y bodega de Manolo Villarroel
Como en los viejos tiempos, Fernando el de El Paraguas retorna a la hostelería para vender copas y distribuir cultura: dos actividades distintas que en su casa se dan simultáneamente. Ya nos referirnos a esta peculiaridad hostelera en un artículo próximo. Ahora quiero hablar de Manolo Villarroel, que presentó en el Olivar de Fernando Lorenzo su nuevo libro: el «Libro de los licores», en adecuada conjunción con el entorno, ya que trata, corno el título señala, de cultura y copas; la cultura, representada por la palabra «libro», y los licores no pueden ir más explícitos. La presentación, como el propio Manolo Villarroel reconoce, resultó «surrealista», con el poeta Lorenzo, quien, muy serio, actuaba de presentador hasta que perdió los papeles (literalmente); yo, que intervine de espontáneo, y Luis Fernando Amor, que hacía acotaciones desde la barra. El cineasta Pedro Costa, que me acompañaba, creyó que aquel número estaba preparado de antemano; pero no, porque así de sorprendente; surgen las cosas en un establecimiento hostelero regido por ur poeta hostelero. En mi intervención indiqué ciertas coincidencia: entre Villarroel y Cunqueiro. Nc es desdoro. ¿Qué mejor cos¿ puede sucederle a alguien que escribe de gastronomía que parecerse a Cunqueiro? Otra cosa sor los poetillas que imitan a Borges y de los que decía el propio maestro de la milonga: «Lo hacer mejor, de un modo más inteligente, con más tranquilidad. Tanto que yo, ahora, cuando escribo trato de no parecerme a Borges porque ya hay tanta gente que lc hace mejor que yo, que es mejor que yo busque otros errores».
Cualquiera que describa Manolo Villarroel de modo superficial destacará su «aspecto de celta». Y, en efecto, lleva ur colgajo que debe de ser celta. El pelo y la barba, encendidos, no son característicos de los celtas, sino, más bien, de todo lo contrario, pero aquí se confunde al celta con el inglés, para desesperación de los irlandeses, si llegaran a enterarse.
Eso sí, en el «Libro de los licores» se habla del monje celta San Brandán, aquel que, como Simbad, confundió una ballena con una isla. Y es que el autor de este librito fue cocinero antes que fraile, es decir, cocinero de verdad, de los que andan entre pucheros, y no de aquellos que pontifican entre viandas guisadas por otros. Dos cosas son fundamentales para el mantenimiento del hombre: comer y beber, y a ambas les dedicó Manolo Villarroel libros distintos y valiosos: «La cocina», «La cocina de las setas» y «De cocina artesana en Asturias» se ocupan del mantenimiento sólido, y el «Libro de los Iicores», del líquido. Como alumno que fue de Paul Chiff y de Alain Gigant, ambos importantes cocineros franceses, Manolo Villarroel resulta muy competente en el aspecto técnico. Pero, alejándose de tentaciones galicanas, que han llenado la recia cocina hispana de natas y raciones exiguas, Villarroel se detiene en lo inmediato y escribe un libro coquinario más reciente sobre la poderosa y poco refinada cocina astur: «De cocina artesana en Asturias» (KRK, Oviedo, 1998), en cuya entrada hace la siguiente declaración de principios: «Tras años de aprendizaje, este libro pretende dar cuenta de una labor de investigación y experimentación de la cocina de Asturias. He querido hacer un elogio y una defensa de la cocina asturiana, tratando de comprenderla en su sencillez». Tan sólo quien domina la técnica es capaz de abordar la sencillez. En este libro tenemos la cocina asturiana de siempre, nuevamente explicada. Ni más ni menos, lo que es mucho.
El «Libro de los licores», bilingüe, y hasta trilingüe, si se quiere, con algunas chispas de la «xíriga de los tamargos», se divide en dos partes claramente diferenciadas: la primera, teórica, como debe ser, y la segunda, literaria, en la que se da rienda suelta a la imaginación introduciendo una galería de personajes más o menos relacionados con el bebercio: el conde palatino Nepociano; el cántabro Corocota, con algún ingrediente druídico; el moro Abd-el-Aziz ben Muza y su buena inclinación; el obispo Sisnando II, pontífice «bon vivant»; Santo Amaro y sus sutiles proporciones, y el bíblico Tubal, quien, fiel a la tradición de su abuelo Noé, organizó una destilería en Peña Tu. El libro es breve, el contenido variado, y merece ser leído mientras se prueban las infusiones y los elixires cuyas recetas se dan en él.
La Nueva España · 10 septiembre 1999