Ignacio Gracia Noriega
Ideas y Oratoria de Juan Vázquez de Mella
La publicación de «Una antología política» de Juan Vázquez de Mella (Clásicos Asturianos del Pensamiento Político, Oviedo, 1999), con estudio preliminar de Julio Aróstegui, permite volver sobre un político y pensador político asturiano, relegado al olvido precisamente porque sus ideas «no están de modo», que es por lo último, por la moda, por lo que se deben desechar las ideas de alguien.
La moda, ya se sabe, es cosa transitoria. En el siglo XVII, pongamos por caso, la democracia no estaba de moda, y lo mismo Shakespeare que don Francisco de Quevedo, entre tantos otros, la veían como una antigualla del pasado y como algo desacreditado y decrépito. Hoy, muy por el contrario, soplan vientos democráticos, no por bonancibles menos poderosos, y lo que está fuera de moda son las cuestiones capitales que planteaba Vázquez de Mella: el Estado, la Monarquía, la nación, las relaciones entre la Iglesia y el Estado, la libertad (que es mucho más que esgrimir a todas horas que se tienen derechos), la cuestión social (que ahora parece haberse resuelto por las vías del consumismo y de las jubilaciones anticipadas), etcétera, y otras más circunstanciales, como la bandera, la exposición del programa tradicionalista o el regionalismo. No digo que todas estas importantes cuestiones políticas no se continúen planteando, que siguen vivas, y mucho, aunque el sentido de nación malamente puede sustentarse si nos gobiernan desde Bruselas, o plantearse las relaciones entre la Iglesia y el Estado, si Estado apenas hay, por la razón antepuesta, y la religión claudicó ante la sociedad laica, reduciéndose a la promoción de desodorantes más o menos espirituales (me gustaría conocer la opinión de Vázquez de Mella sobre las absoluciones colectivas y cosas por el estilo). Con la bandera, que también ocupa un espacio importante en los escritos de Vázquez de Mella, sucede una cosa curiosa en esta segunda restauración borbónica: no se la rechaza como símbolo, sino muy al contrario, nunca se le concedió tanta importancia, pero depende a qué bandera. Si alguien quema una «ikurriña» se arma la marimorena y se pone en tensión todo el país; si, por el contrario, queman la bandera nacional y nadie se atreve a decir nada, no sea que resulte sospechoso de «fascista».
El regionalismo es otro de los problemas graves al que se enfrenta esta restauración. Ahora bien, el regionalismo propuesto por Vázquez de Mella y los carlistas (que en nada se tuvo en cuenta para urdir el de ahora) no busca ahondar las diferencias con «hechos diferenciales», la promoción de las lenguas del lugar y cosas por el estilo como ancha vía abierta para el desarrollo de un separatismo efectivo, sino que por el contrario pretende establecer las relaciones entre las regiones y el Estado, de modo tal que, a través de los fueros, las regiones «estén garantizadas contra posibles injerencias del Estado».
El regionalismo de Juan Vázquez de Mella no es, en modo alguno, cultural, sino político. Es preciso tener muy en cuenta esto, que no se tiene; porque la supuesta «cultura llariega o del lugar» es tan sólo una coartada de reafirmación nacionalista, ya que, al no disponerse de argumentos de mayor peso, se acude a la historia mítica, a determinadas variedades lingüísticas, a la barretina y a las almadreñas como justificaciones incontestables (y, lo que es más curioso, incontestadas).
Vázquez de Mella, regionalista convencido, no considera la atomización cultural, salvo en sus aspectos folklóricos, ya que existe una cultura de índole superior y común a todos los españoles, que es la él invoca y la que vale a todos, sin discriminaciones ni localismos: «Nuestros padres» -le replica a Azcárate- «también hablaban de política católica: acuérdese S. S. de la obra de Quevedo "Política de Dios y Gobierno de Cristo"; acuérdese también de aquella vasta literatura de los "tratados del príncipe", desde Ribadeneyra hasta Saavedra Fajardo y otros muchos, que podría recordarle a S. S. de los siglos XVI y XVII».
Esos pensadores políticos hoy están desfasados como pensadores políticos, pero no su prosa, porque escribieron la mejor prosa del mundo en su tiempo. En Vázquez de Mella la cultura (¿habrá que hablar, como máxima expresión de la «modernidad» de gran cultura y de «cultura de andar por casa»?) surge de forma natural: no como en los políticos de ahora, que yo recuerdo que una vez quiso el ex ministro Solchaga citar a Shakespeare en el Parlamento y no le salió.
La lectura de Vázquez de Mella es aleccionadora, no sólo porque leemos a un pensador político elocuente, y eso siempre resulta grato. Pero, además, ni es tan retrógrado como suponen quienes le desconocen, ni sus ideas carecen de fundamento.
La Nueva España · 29 enero 2000