Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Eça de Queiroz

Se cumplen los cien años del fallecimiento del novelista portugués Eça de Queiroz, ocurrido en París el 16 de agosto de 1900. Hace algún tiempo, Torrente Ballester, por resultar tan «políticamente correcto» que se acercaba al separatismo, afirmó que era el mejor novelista peninsular del siglo XIX, cosa que por una parte es una «boutade» y por otra una injusticia, pues supone relegar a un segundo término a Benito Pérez Galdós, más novelista que todos los portugueses de los siglos XIX y XX juntos. Yo no he leído a ningún novelista portugués del siglo XX, salvo al endeble Paço de Arcos, al decimonónico y plúmbeo Ferreira de Castro y a Miguel Torga, autor de un volumen excelente de impresionantes cuentos de ambiente rural y de un mamotreto infumable titulado «La creación del mundo». Pero me agradan mucho los novelistas portugueses del siglo XIX, empezando por Castelo Branco, tan elogiado por Unamuno; siguiendo por Alejandro Herculano, autor de novelas históricas muy agradables, como «Arras por fuero de España», y terminando con Eça de Queiroz. Éste es un escritor liviano a veces, otras de más peso, irónico, algo volteriano, con un estimable sentido del humor. Yo lo he leído con gusto. Valle-Inclán lo tradujo como si fuera un escritor gallego, y, ciertamente, algunas de sus novelas, como «La reliquia», resultan muy adecuadas a las suntuosidades de la prosa valleinclanesca. El P. Ladrón de Guevara, en su obra formidable «Novelas malas y buenas» (en la que aplica con felices resultados el energumenismo a la crítica literaria), aprovecha para matar dos pájaros de un tiro poniendo de chupa de dómine al traductor y al traducido, y eso que «La reliquia» no es una novela tan volteriana corno pudiera parecer en los primeros capítulos. Acaso la novela más conocida de Eca de Queiroz sea «El mandarín». Es una novela fantástica y en su día fue también novela con moraleja. Hoy resulta enteramente fantástica y es más increíble el desenlace que el planteamiento, pues dudo que en esta socialdemocracia, en la que se venera el dinero fácil, alguien pudiera tener remordimientos por dar la palmada que mataría al mandarín chino para recibir, a consecuencia de ello, una cuantiosa herencia. La descripción del mandarín imaginado, a quien el protagonista nunca llega a ver, es una buena muestra del arte colorista y exótico del novelista.

A Eca de Queiroz se le lee con facilidad. Es ameno, entretenido y buen narrador; en muchas páginas resulta muy divertido. Pero he comprobado, con relativa sorpresa, que no produce tanto entusiasmo en la relectura. Muchos de sus modelos resultan demasiado evidentes. Como novelista es un afrancesado. A veces sigue tan de cerca a Zola o a Flaubert que da la sensación de que los está traduciendo. Además, Eca de Queiroz siente especial preferencia por el Flaubert más aparatoso, por el de «Las tentaciones de San Antonio», por el de «La leyenda de San Julián el Hospitalario», por el de «Salambó». No diré yo que éste es el peor Flaubert, como dicen algunos; pero prefiero «Bouvard y Pecuchet», y prefiero también las novelas históricas de Alejandro Herculano, que seguía la línea de Walter Scott. Como novelista histórico, prefiero Walter Scott a Flaubert, aunque éste sea más artista. Eca de Queiroz es, asimismo, un novelista artístico, visual, detallista en los aspectos accesorios del cuadro, de prosa trabajada. Le gustaba la antigüedad como a Gabriel Miró, aunque, dicho sea en su favor, no es un autor de estampas, sino de historias. Con esto indico que sus relatos tienen mucha mayor movilidad que los del levantino. Y es capaz de crear o evocar ambientes inolvidables. Uno de sus cuentos, «La canción del sufrimiento», figura entre los más hermosos que recuerdo haber leído. Si alguien desea una reconstrucción, a la vez viva y melancólica, de lo que sería el mundo de un artista romántico, debe leer y releer «La canción del sufrimiento». Es un cuento corto. También «El mandarín» es una novela corta. Cuando Eca de Queiroz se alarga (por ejemplo, en «Los Maias»), el resultado no es siempre afortunado.

Eça de Queiroz nació en Póvoa de Varzim en 1845. Graduado en Leyes, ejerció el periodismo hasta que en 1872 ingresa en la carrera diplomática, desempeñando las funciones de cónsul en La Habana, Newcastle, Bristol y, a partir de 1888, en París. A los portugueses les fascina París tanto como a los argentinos, de modo que Eca vivió sus últimos años en el lugar más adecuado. También escribió mucho. Su primera novela, «El misterio de la carretera de Sintra», en colaboración con Ramalho Ortigao, es policiaca. En «La ciudad y las sierras» cuenta parecida historia a la de «Peñas arriba», de Pereda, y el personaje urbano que la protagoniza acaba prefiriendo la vida en la aldea. Años atrás se diría que esta tesis era reaccionaria, y hoy, que ecologista. Su cuento «El tesoro» se desarrolla en una Asturias medieval, imaginaria y disparatada. Pérez de Ayala, que escribió sobre él, considera que era, en su tiempo, uno de los escritores más populares en España. Hoy esa popularidad ha descendido en beneficio de otros compatriotas más graves y sombríos, y aburridos.

La Nueva España · 27 diciembre 2000