Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Gracián

Baltasar Gracián nació en Belmonte (Calatayud) en 1601. No podemos dejar que pase inadvertido el cuarto centenario de su nacimiento. Gracián es uno de los grandes prosistas de nuestra lengua, uno de nuestros mayores escritores, el más apreciado fuera de España, conjuntamente con Cervantes y Calderón de la Barca, más estimado y recordado al otro lado de los Pirineos que a éste. La Rochefoucauld, Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche le leyeron y sacaron provecho de su lectura; Nietzsche le consideraba «el más fino de los moralistas». Coincide con Hobbes en que el hombre es malo por naturaleza y pernicioso para el hombre: «homo hominis lupus», que, como es sabido, no es novedad de Gracián ni de Hobbes, sino de Plauto. Como Maquiavelo, entiende como pocos la razón de Estado, aunque su pretensión es ser el anti-Maquiavelo que reflexiona eruditamente sobre el político don Fernando el Católico, «aquel gran maestro del arte de reinar, el Oráculo mayor de la razón de Estado». Reinar, viene a concluir Gracián, es la razón de Estado. También sabe que vivir es «ir muriendo cada día». A la misma conclusión llega Martin Heidegger, siglos más tarde. El hombre es un ser para la muerte. Sólo que para Gracián y para Heidegger es distinta meta el morir. No porque Gracián fuera particularmente religioso, además de jesuita, sino porque el hombre del siglo XVII vivía menos angustiado que el del siglo XX.

Todavía el hombre del XVII no había descubierto su atroz soledad laica; o si la había descubierto, la disimulaba. «Ir muriendo cada día» señala un hecho; «ser para la muerte» afirma un destino.

Los tres grandes prosistas del siglo XVII, Quevedo, Saavedra Fajardo y Gracián, eran por profesión expertos en el arte de la simulación, los dos primeros diplomáticos y el tercero, jesuita. Aparentemente, Gracián, como escritor, aspira a la claridad; pero entre su pensamiento y el lector coloca la barrera de su estilo. Prefiere ser conciso a ser claro, aunque no existe motivo para que concisión y claridad sean contrarios. Retuerce el lenguaje para decir mucho en poco, porque «hase de dejar en los labios aún con el néctar». Su estilo doma y comprime el pensamiento. «La lengua no tuvo secretos para él», escribe Alfonso Reyes. Aunque una de sus palabras características es «prudencia», y afirma una y otra vez que «donde no ha lugar la fuerza, lo ha la maña», no procura ocultar su pensamiento por prudencia, sino adornarlo por arte. Entiende que aunque se trate de una trivialidad, si está bien escrita, resulta menos banal. Muchas de las sentencias de Gracián no serían gran cosa si se hubieran expuesto de otro modo. Aconseja al hombre de mundo; algunos de sus consejos son mezquinos, aunque no dejan de ser verdaderos, como cuando recomienda «no gastar el favor» o «sin mentir, no decir todas las verdades». Conoce, como buen moralista, la bajeza de la condición humana, y advierte sobre ella, no contra ella, y algunas de sus advertencias parecen intuir la socialdemocracia, por ejemplo, cuando escribir que «en todas partes hay chusma, y más insolente cuanto más holgada». La sociedad del ocio no le habría hecho feliz; recomendaba «no hacer negocio del no negocio». Su aristocratismo intelectual es insobornable. «Conocía Gracián los filósofos, políticos y poetas de la antigüedad –escribe Azorín–; rastros ostensibles hay en su «Criticón» (en cuanto a los autores contemporáneos suyos) de Hobbes, Descartes y Montaigne».

Para Gracián, el mundo físico y social están en lucha permanente. A pesar de ello, consideraba la guerra perniciosa, pese a que se comportó con valor en la que intervino, y hasta hizo gala de ello. Enalteciendo la prudencia como teoría y virtud cortesana, él no fue prudente en la práctica, sino insensato, como cuando anunció desde el púlpito que leería una carta que había recibido del infierno; o bien se enfrentó con todas las consecuencias a la sociedad a la que pertenecía publicando la tercera parte de «El Criticón». Como intelectual, era un defensor de la libertad de expresión.

La Nueva España · 25 de julio de 2001