Ignacio Gracia Noriega
Los nombres de los conquistadores
El libro más reciente de Hugh Thomas, «Quién es quién de los conquistadores» (Salvat Editores, 2001), puede ser considerado de muy diferentes maneras. En primer lugar, como un diccionario de conquistadores. Pero también es un oportuno complemento a la obra monumental de Thomas, «La conquista de México». Ambos libros pueden –y es más, deben– leerse simultáneamente, siendo «Quién es quién de los conquistadores» la obra auxiliar, a la que necesariamente se ha de acudir si se desea ampliar datos. ¿Qué se hace con las fichas y las notas preparatorias de una ingente obra historiográfica una vez concluida esa obra? La mayoría de las veces, a ese material enorme y realmente importante le aguarda el mismo destino que a Jasón, quien, una vez conquistado el vellocino de oro, se queda en nada. Pero Thomas ha comprendido que con ese material se puede componer otra obra, no sólo útil, sino apasionante, que en este caso es una epopeya en la que intervienen unos dos mil doscientos individuos, todos ellos puestos en pie e individualizados por el historiador. Es, pues, «La conquista de México» una epopeya que supera la nómina de personajes de Balzac o Galdós, de Tolstoi y Dickens. Y, al tiempo, la vuelta a reconocer que la Historia la hacen los individuos, no las masas. Las masas, en último término, harán aquello a lo que las guíe un individuo, en este caso Cortés, alguien con sentido de ser «sin igual en el mundo». Cada conquistador era un mundo y un hombre. No hubieran podido conquistar México de no ser así.
Hugh Thomas, de este modo, abordando la historia general («La conquista de México») y la historia personal («Quién es quién de los conquistadores»), nos ofrece el panorama completo de aquella epopeya. Thomas es totalmente defensor, exaltador y reivindicador de la acción colonizadora de España en América.
Entre estos conquistadores hubo gentes de todo pelaje. A unos les fue bien y a otros, mal. Unos acabaron ricos, disfrutando de sus encomiendas, y otros quedaron a mitad de camino. Algunos murieron de muerte violenta; otros, a manos de los indios y bastantes, en fin, de muerte natural. Porque morir de muerte natural en aquellas circunstancias tan violentas tenía su punto de excepcionalidad. Thomas lo anota; aunque, finalizadas las guerras indias, también en la Nueva España lo excepcional era morir de muerte violenta. En cualquier caso, más del 90 por ciento de los conquistadores se quedó en las Indias, y fue el primer fundamento del criollismo. «Pienso a veces en lo extraña que es la vida del conquistador, que nace por ejemplo en una aldea de Extremadura, viaja a Sevilla, se embarca en una carabela atestada de gente, combate en Santo Domingo, Cuba y México y acaba instalado en una encomienda con una primera mujer india, quizá con una segunda española, y muchos niños, además de esclavos africanos y unos cuantos nativos, para al final de sus días recordar los terribles sucesos vividos», reflexiona Thomas. Algunos de esos conquistadores eran analfabetos y otros dejaron la relación de lo que vieron o de los hechos en que participaron, como Bernal Díaz del Castillo o el propio Hernán Cortés, un escritor realmente grande aunque sólo sea porque fue el primer conquistador occidental que entendió la grandeza del mundo que le tocaba abolir. Entre estos conquistadores aparecen varios asturianos, reseñados por Jesús Evaristo Casariego y Elviro Martínez, como Juan Bueno, Rodrigo de Hevia, Alonso López de Lois o Alonso de Luarca, entre otros; algunos de ellos –Álvaro de León, Diego de Colio y Bartolomé de Zárate, que fue hermano de Juan López de Zárate, canónigo de Oviedo y primer obispo de Oaxaca– figuran en la nómina de Thomas. El historiador añade a su catálogo algunas mujeres conquistadoras (hasta el momento, la más conocida era Catalina de Erauso, la monja alférez, aunque no intervino en México) y a evangelizadores, cronistas, navegantes, administradores, no implicados directamente en la conquista. Entre la historia oficial de López de Gomara y la personal de Bernal Díaz, Thomas adopta el punto de vista de éste. «Creo que, cuando menos, Bernal Díaz aprobaría mi empeño», escribe. Yo creo que sí, que este libro le hubiera gustado al viejo soldado y magnífico cronista.
La Nueva España · 10 de agosto de 2001