Ignacio Gracia Noriega
De Muros a San Esteban
Aunque el verano no es buena época para nada, y menos para andar por carreteras, salgo con Gómez Fouz a hacer una descubierta hasta Cudillero. En Cudillero no se puede entrar: literalmente. A pesar de que el nuevo puerto ofrece amplio aparcamiento, no entraría en él un solo coche, aunque tuviera el tamaño de un alfiler. La Policía Municipal nos ordena dar la vuelta. No hay otra solución. Es el problema de la masificación turística. No se puede echar la llave al país, cerrarlo durante dos meses por vacaciones y sacar a la «ciudadanía», como dicen algunas madres de la patria, a la carretera, porque no hay carreteras capaces de absorber tanto tráfico. No sé si esto será antieconómico, pero, desde luego, es insensato. Y luego resulta que se entra en los pueblos y por las calles no hay otra cosa que coches fluyendo incesantemente y por las aceras, veraneantes de infantería, luciendo ombligo moreno, calzón corto y canilla peluda, según sea compañera o compañero. La mayoría de los coches lleva matrícula de Madrid. El término «madrileño» se ha convertido ya en sinónimo de «funcionario» y de «veraneante». Me aseguran que la mayor parte de los veraneantes son funcionarios, es decir, madrileños por ambos costados. Pero esto es magnífico, porque demuestra que si un país puede vivir sin funcionarios durante dos meses, ¿por qué no va a poder prescindir de ellos durante el resto del año? Según Pío Baroja, ésta será la única revolución conveniente y provechosa para los intereses de un país.
Vamos a comer a Casa Mariño, en Artedo, restaurante que reúne tres grandes dones: amplio aparcamiento, espléndido paisaje desde el comedor (que nos da la impresión de ser un barco sobre la Concha de Artedo que se dispone a zarpar hacia la mar abierta que tiene al frente) y excelente cocina. La cocina de Mariño es maestra en el tratamiento de los pescados (sin olvidar las carnes, porque Cudillero es, sobre todo, concejo de interior y ganadero); sólo nos detendremos en la ensalada que sirve de punto de partida de una comida de calidad. La ensalada es sencillísima: lechuga, tomate, bonito, centollo y aceite. ¡Cómo ayuda el centollo al bonito, cómo le da realce al plato!
De regreso, entramos en Muros de Nalón; Gómez Fouz quiere visitar a un amigo, Faustino Díaz, hombre muy agradable y juvenil, con gran sentido de la hospitalidad. Muros –«pueblo pequeño», según Walter Starkie; «pueblo grande», según George Borrow– es un lugar de veraneantes que todavía no se ha convertido en turístico. Se puede pasear apaciblemente por los alrededores, hacia el Espíritu Santo, cosa que en lugares de mayor agobio, como Llanes, ya es imposible hacer. Por otra parte, Muros es uno de los balcones más privilegiados de Asturias, con el río Nalón, que marcha en busca de su desembocadura, a sus pies. Desde la carretera, si vamos en dirección a Poniente, el conjunto de Somao, el Nalón y Muros es de gran efecto, destacando las torres de los chalés de los indianos de Somao y la de la iglesia de Muros. Esta iglesia cierra el cogollo urbano de Muros, con su plaza rectangular sombreada por árboles (por fortuna, aquí no hay alcalde bárbaro y arboricida) y dando la espalda al valle y al río. A su lado, se levanta la estatua del marqués de Muros de Nalón. A su paso por Muros, peregrino hacia Santiago de Compostela, Starkie hizo una descripción épica del castillo «que se alza a la entrada del pueblo», propiedad de su amiga Carmen Wiggin, nieta del marqués: «Partes del castillo, que es del siglo XII, se hallan incrustadas en la mansión, que fue construida en el siglo XVI por el de Valdecarzana. La entrada es imponente y recuerda la del castillo de Carlos V en Burgos, con sus dos torres pequeñas». En Muros, hemos de añadir, el tiempo corre con sosiego. En un bar, varios clientes juegan una interminable partida de cartas, con tiempo y sin pasión. Siguiendo el consejo de Faustino, bajamos a San Esteban de Pravia por el Espíritu Santo. Sólo una cosa se puede lamentar en esta carretera: que sea tan corta. A Poniente, es decir, a nuestra izquierda, se abre la inmensidad del Cantábrico bajo los esplendores del crepúsculo. La carretera desciende entre árboles. En un tramo, estamos encima de San Juan de la Arena. Luego, ya más abajo, el río separa este poblado de marineros con aspecto normando (que se aprecia más desde dentro que desde el exterior) de nosotros. En San Esteban todavía se advierten restos de su pasado de puerto carbonero. La estación del Vasco es la terminal de la línea, a pocos metros de la desembocadura del río, con el que marchó en compañía durante muchos kilómetros. Los bares se extienden por el muelle, a la manera clásica de las poblaciones marineras. Cenamos en El Brillante, con María Uría, Santiago González del Valle, padre e hijo, y Carlos Ibarguren. Buen bacalao a la vizcaína y vino de Martínez Lacuesta. Carlos Ibarguren, Xuan Cándano y otros han puesto en marcha una empresa romántica: una publicación trimestral de noble rótulo arcaico. «La Ilustración Asturiana». Se recuperan las viejas cosas y el viejo periódico; que sea para bien.
La Nueva España · 5 de septiembre de 2001