Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Descontentos de su mundo

Observo por las cartas al director de los periódicos españoles, por coloquios radiofónicos y televisivos, por declaraciones de políticos profesionales, etcétera, la reiteración de un dato tan cierto como inquietante, que ya se puso en evidencia en anteriores ocasiones (guerra de las Malvinas, guerra del Golfo, etcétera). A la mayoría de esos opinantes no le importa tanto los atentados terroristas cometidos en los EE UU el pasado 11 de septiembre como las posibles represalias que se puedan tomar contra los terroristas. Ahí coinciden el humanitarismo más insensato con las simpatías políticas más aviesas. Personajes e ideologías que bajo ninguna circunstancia pueden ser considerados como cristianos parecen exigirle a Bush que ponga la otra mejilla. Ideologías políticas que se consideran las depositarias de la «corrección política» le reprochan al presidente norteamericano y a su pueblo que no hayan salido a las calles de Washington y Nueva York en manifestación para pedirle la paz ni más ni menos que a Bin Laden, al igual que hacen los tan «políticamente correctos» gobernantes españoles cada vez que se comete un atentado etarra o de otra marca. Desde la extrema derecha fascista al socialismo democrático del PSOE, todos están de acuerdo en manifestar, los unos su odio a los EE UU, los otros su temor a que puedan resultar dañados los terroristas, lo cual, sobre poco más o menos, viene a ser lo mismo. Durante la guerra de las Malvinas hemos visto, no con estupor, pero sí con escándalo, que los derechistas antidemocráticos, el superdemócrata Felipe González y el dictador sovietista Fidel Castro aunaban sus alaridos en defensa del régimen militar fascista de Argentina; porque las críticas a Inglaterra y a miss Thatcher por haber sacado a la Armada en defensa de ciudadanos británicos era, a mi modo de ver, un apoyo a la dictadura militar, de la misma manera que considerar los «derechos humanos» de los terroristas más importantes que el orden democrático es convertirse quien lo hace, con buena o mala intención, que de todo habrá, en «aliados objetivos» del terrorismo. Se argumenta, con una blandenguería digna de mejor causa, que las posibles represalias militares norteamericanas van a causar víctimas inocentes. Es cierto y es muy lamentable. Pero ¿es que las víctimas de la hecatombe del World Trade Center y del Pentágono eran culpables y dignas de ser masacradas? Yo creo que no eran más culpables que cualquier otro ciudadano de cualquier lugar del mundo, y también creo firmemente que al terrorismo no se le combate saliendo de manifestación, guardando minutos de silencio, «condenando enérgicamente» el atentado y aplaudiendo al muerto en el entierro.

La actitud decidida de Bush tuvo un efecto muy beneficioso, al menos en España, aunque no lo reconozcan los pacifistas de nuevo cuño que ahora claman: después del atentado del 11 de septiembre no volvieron a producirse atentados etarras y dejaron de llegar pateras.

Naturalmente, no creo que todos los opinantes que se dirigen a los medios de comunicación en términos «humanitarios» representen la opinión de toda la población. Ni mucho menos. Pero son, por así decirlo, los miembros de la población más activos, que se toman el trabajo de expresar sus ideas públicamente; cosa que la mayoría no hace. Yo no dudo de las bonísimas intenciones de estas personas, algunas de las cuales son capaces de echarle un capote a Bin Laden, pero no le perdonan a Bush que haya firmado varias penas de muerte cuando era gobernador de Tejas. A estas personas a las que tanto encrespan las penas de muerte ejecutadas en los EE UU les trae sin cuidado que en la totalidad de los países islámicos y en las pocas dictaduras marxistas sobrevivientes haya pena de muerte, de aplicación inmediata y, habitualmente, sin la mínima garantía legal. El terrorista ha sido el héroe romántico de ciertos nostálgicos desquiciados en el último tercio del siglo XX y de seguir así va a seguir siéndolo durante el siglo XXI. Y el pacifismo, el arma de lucha de los «no violentos». No olvidemos que el poderoso movimiento pacifista de inspiración marxista en la Francia de entreguerras fue el mejor aliado de Hitler: gracias a aquellos bienintencionados –¿o malísimamente intencionados?– los soldados alemanes pudieron entrar en Francia en 1939 con el fusil al hombro. Por fortuna, en Inglaterra, que, según Víctor Hugo, «sólo es temible por mil razones», no tuvieron tanto éxito ideas tan claudicantes, y por ello se salvó entre 1939 y 1945 la democracia parlamentaria (con la ayuda de los EE UU, justo es recordarlo).

Existe entre nuestros «progresistas ilustrados» un arraigado descontento ante su propia cultura, que los lleva a simpatizar con el de afuera sin reparar en que ese «progresismo» se convierte entonces en regreso a la Edad Media. Estos «progresistas», en los «westerns» se ponen de parte del indio; en las corridas, del toro; en las crónicas negras, del delincuente. Ahora se ponen de parte del talibán, temiendo que la respuesta norteamericana sea desmesurada. No obstante, España es un país absolutamente norteamericanizado, lo que hace que esta situación sea más grotesca. Y quienes expresan su opinión sobre los atentados del 11 de septiembre y sus consecuencias suelen olvidar una cosa: que ese atentado no fue contra el imperialismo y el capitalismo, sino contra la democracia, tan invocada, y contra nuestro mundo occidental.

La Nueva España · 4 de octubre de 2001