Ignacio Gracia Noriega
Homenaje a Santiago Melón
Me resulta extraordinariamente difícil y doloroso escribir sobre Santiago Melón. Pero desde hace unos días sabíamos que se iba. El mal que le llevó se había manifestado poco antes del verano. La víspera de su primera operación hablé con él. «Ya ves, me cogió el toro», dijo. Era un rasgo taurino muy suyo. Como buen aficionado, sabía que hay que aceptar las cosas como vengan dadas, y cuando vienen mal dadas, lo elemental es componer la figura y mantenerla; aunque esté todo perdido. A veces, Santiago toreaba de salón, con buen estilo. Sentía admiración antigua por Pepe Luis Vázquez y hablaba de las corridas que había visto en Madrid, cuando estuvo de ayudante de Santiago Montero Díaz. Salió de la operación con optimismo confirmado por los médicos; según éstos, era de más cuidado el estado de sus pulmones de fumador empedernido que el cáncer que acababan de extirparle. Nunca se planteó, por cierto, dejar de fumar, aunque últimamente se resignaba a hacerlo con boquilla. La última vez que hable con él, hará quince días, todavía estaba en su casa. «Tengo molestias, que todavía no son dolores», me dijo. Quedé impresionado.
Durante muchos años tuvimos una tertulia itinerante que iba desde el Fontán a la calle del Rosal. Nos reuníamos todas las mañanas Vidal Peña, Pepín Guisasola, Manolo Díaz Faes, Alberto Alonso y Amalia Maceda y, cuando se encontraba en Oviedo, Jesús Hernández; y otras muchas personas se unían a nosotros, pero sin carácter fijo. Santiago Melón era el primero en llegar al bar Rosal, donde Pepe el «Porretu», en plena euforia socialista, le llamaba «compañero» a todo el mundo; por eso nosotros le llamábamos al bar El Compañero. También era el primero en irse, con pasos rápidos y cortos, calle del Rosal arriba, pues a las dos y media en punto su anciana tía, con quien vivía, tocaba fajina en su casa. Después de comer, hacía un rato de tertulia, y, de vuelta a casa, ya no salía en el resto del día. Era un solterón peculiar y metódico. Casero y sedentario, no tenía buena opinión de los que están todo el día en la calle ni de los que se pasan el día reunidos. En los días de la transición, lo de «estar reunido» era algo verdaderamente obsesivo. Había reuniones en todas partes, en las sedes de los partidos, en las iglesias, en los institutos, en las asociaciones de vecinos. En opinión de Santiago, tanta reunión era un pretexto para no estar en casa.
Santiago Melón, de poca estatura y pelo blanco desde los tiempos de Bachillerato, era una acabada manifestación del espíritu ovetense: liberal, humorista, tolerante con las personas (aunque, como buen liberal, intolerante con algunas ideas), local y universal... Localista, porque después de haber rodado por varios institutos (Ciudad Rodrigo, Avilés...), cuando obtuvo plaza de catedrático de Historia en Oviedo ya no salió de la «levítica ciudad»; y universal, por el rigor de su cultura y por el espíritu abierto a lo que ocurría en el mundo. Hombre de costumbres, un día a la semana visitaba a su padre, que vivía muy cerca de su casa, y mantenía una relación entrañable y respetuosa con el doctor Antonio García Oliveros, a quien prologó, con un prólogo magnífico, el volumen preparado por Oliveros de la poesía en bable de Pepín Quevedo. También escribió sobre García Oliveros una «semblanza biográfica», afectuosa y llena de anotaciones sobre el Oviedo del biografiado, que abarca casi todo el siglo XX, e incluso con alguna que otra confesión autobiográfica: «Estudiaba yo el Bachillerato y (Oliveros) con frecuencia me regalaba libros; creo que casi todo el Julio Verne que he leído, y he leído casi toda su obra, procede de unos volúmenes en rústica de la colección Molino que él me dio; también me inició en la lectura de Walter Scott, de Stevenson, de Dickens y en los relatos de viajeros y exploradores, particularmente de los que se aventuraron por las regiones polares. Él fomentó con cuidado y método mi incipiente afición a la lectura, que gracias a Dios no me ha abandonado...». En seguida se daba uno cuenta de que Santiago Melón había sido, de niño, lector de Julio Verne, además de ser el mejor alumno de su curso durante todos los cursos del Bachillerato. También fue un alumno brillante en la Universidad, doctorándose con una tesis «Sobre la sociología de Emilio Durkheim» cuando todavía era excepcionalmente joven. Pero no se dejó tentar por los esplendores académicos, prefiriendo la vida sosegada del sabio, y teniendo como meta profesional y vital ese Oviedo en el que había nacido, en el que sin duda fue feliz.
Melón era un ovetense cabal y profundo. Eso sí: también un ovetense singular. Pasó años sin pisar la Escandalera. Sus escenarios eran el Fontán, los alrededores de la Universidad y de la Catedral, la calle del Rosal, el Oviedo antiguo... Vivía en la calle Santa Susana y últimamente no salía de ella, haciendo tertulia por las tardes en el bar Borbolla. Aunque después de presentársele la enfermedad, paseaba mucho porque le resultaba incómodo permanecer sentado. Solía distinguir entre «ovetensismo» y «carbayonismo», y es claro que él era más ovetense que «carbayón»; pero, como reconoce en el libro «Oviedo y los ovetenses», de Evaristo Arce: «Si tratamos de precisar el concepto de ovetensismo, ¿qué decir del concepto del humor? Hace bastante tiempo que ando detrás de él y cada vez estoy más desorientado». Pero quienes le conocimos sabemos que el gran sentido del humor de Santiago Melón y su afectuosa bondad pertenecen al ovetensismo ilustrado más clásico. No escribió mucho, pero su obra es importantísima. Además de trabajos sobre Víctor Hugo, Campoamor, Clarín, es el gran historiador de la Universidad de Oviedo en su mejor momento: «Un capítulo en la historia de la Universidad de Oviedo (1883-1910)», «El viaje a América del profesor Altamira» (libro delicioso, en el que permanecen el recuerdo de Julio Verne y de Mr. Pickwick, su personaje literario más querido), y otros trabajos afines fueron coleccionados en un gran libro: «Estudios sobre la Universidad de Oviedo». Era muy cuidadoso de su prosa y magnífico escritor.
Melón, buen amigo. Liberal, decimonónico, ocurrente, ameno, estoico, respetuoso con los mayores, metódico: le desazonaba cualquier cambio en su vida ordenada. Siempre supo que la cultura no es otra cosa que una preparación para morir.
La Nueva España · 21 de noviembre de 2001