Ignacio Gracia Noriega
«El mayorazgo navegante»
He releído una vieja novela de Jesús Evaristo Casariego, muy adecuada a los días lluviosos del otoño: «El mayorazgo navegante», que se subtitula «Historia romántica de pasiones, de mares y de fantasmas». A Casariego le encantaba el recuerdo de las damas de antaño, de miriñaque y clavicordio, y añoraba las heroicidades de la marina romántica; de todo ello hay en esta novela, que ya desde la portada nos predispone a sumirnos en el túnel del tiempo. La portada es amarilla, con una franja roja abajo, y el centro está ocupado por un gallardo marino con casaca azul y con una mano sosteniendo el tricornio y la otra apoyada en el sable, rodeado de cuatro rostros difuminados de mujeres (¡era muy mujeriego este Bradomín asturiano!), un velero y un palacio. La novela se publicó en Madrid en 1944. Casariego me la dedicó en 1988. Y en la página siguiente anota de su puño y letra: «De este libro se hicieron tres ediciones. Hoy está totalmente agotado. Fue traducido al francés por Jean Pierre Bourbon». En la contraportada figura, bajo un escudo, el lema que tanto amaba Casariego: «La pluma non embota el fierro, nin face floja la espada en la mano del caballero».
He releído con gusto y con un poco de tristeza otoñal esta novela patética. Hoy se acostumbra a emplear el término «patético» en el sentido de grotesco; pero «patético», en buen español, es lo que altera el ánimo, sobre todo si produce sentimientos melancólicos.
En «El mayorazgo navegante», sobre cuyas páginas resuenan los ecos de las «Sonatas» de Valle-Inclán –hay en ellas linajudas familias del occidente astur y hasta se hace mención de un guardia noble de su Santidad–, predomina, sobre la melancolía, la nostalgia. Es la novela de lo que Casariego hubiera querido ser y no fue. Es bastante conocido (por haberlo repetido muchas veces el propio Casariego) el hermoso «Soneto de envío al capitán y poeta Casariego», de Agustín de Foxá, en el que leemos:
«Tú debiste ser un noble cazador de la montaña / de otro tiempo; asar un oso en el fuego de tu hogar, / gobelinos de hilos de oro en tu tienda de campaña / y tener un mayorazgo navegante sobre el mar».
Más o menos, lo mismo se dice del protagonista de «El mayorazgo navegante» (significativamente llamado don Juan): «¡Triste época de la historia la que el destino le había reservado! ¡Él hubiera haber nacido trescientos años antes! Entonces hubiese sido un descubridor de ínsulas y costas firmes, un conquistador de tierras, tesoros y mujeres, para morir, después, arrepentido, haciendo penitencia en un convento. ¡Lope le hubiese escrito un epitafio y Tirso compondría con su vida una comedia teológica!». No obstante, don Juan de Villabrille y Mon de Moldes (cuyo mote heráldico era: «Nadie brilla como Villabrille»), mayorazgo de su linaje, señor de la casona palacio de Riofelle, caballero del hábito de Santiago y oficial de la Armada, no se podía quejar por falta de aventuras y de amores. Lo había vivido todo, en el bien y en el mal y como hidalgo cristiano, de cuando en cuando buscaba el perdón en la confesión; lo que obligaba al confesor a escuchar su historia: «Era toda una larga historia de pecado aquella que se extendía, suplicante, ante el Santo Tribunal de la Confesión. Hermosos pecados de amor y sangrientos pecados de arrogancia. Caricias y estocadas; perjurios y violencias; madrigales perfumados y bizarros carteles de desafío. La tierra y el mar; el hombre y la mujer; el vino, el beso y el ingenio en la flor de los labios; la audacia y la soberbia; el escándalo y el mal ejemplo».
Este donjuán llamado don Juan había combatido en las aguas de América contra los criollos, que terminaron desgajando aquellas tierras de la Corona de España; émulo de lord Byron (pese a ser Byron hereje), se sumó a la causa de la independencia griega y combatió heroicamente en la batalla de Navarino, la última que se efectuó sobre el mar, según los antiguos y caballerescos modos. Vivió en Berlín y en San Petesburgo la vida del dandi culto, gallardo y gran amador, enamorando a una gran duquesa rusa, que terminó siendo devorada por los lobos (y matando en duelo a su marido, el príncipe Sirosky); a una celebérrima cantante de ópera alemana y hasta a la mismísima Georges Sand, quien, como se sabe, vestía de hombre. Pronto acabó don Juan cansado de ella, porque sólo buscaba en el amor el sexo y el deleite, era demasiado sabionda para ser mujer honesta y, en fin, no comprendía que el hidalgo asturiano la amara con profundo sentimiento de estar pecando. Amar pecando produce un sentimiento incomprensible para los ateos y que es parecido al del trapecista que hace piruetas en el aire sin red.
Don Juan mantenía aquellos amores adúlteros (con la gran duquesa) o simplemente descarrilados, con el absoluto convencimiento de que, por ellos, podía ir al infierno; mas era tan valiente y templado que le daba igual. Luego, cuando volviera a Riofelle, ya se confesaría con don Raimundo, el piadoso sacerdote.
Posteriormente armó de su cuenta una corbeta a la que rebautizó «Nuestra Señora de Brande», para contribuir a la causa de don Carlos. Con ella capturó un corsario inglés que ayudaba, cómo no, a los no menos pérfidos liberales isabelinos. Y en Luarca, en la novela Ferrera, levantó una partida de mil hombres. En Ferrera había gran entusiasmo carlista a causa de la desamortización: «Ya no había diezmos ni primicias para la iglesia de Dios, ni los aldeanos pobres encontrarían la caridad cristiana que los redimía de rentas y de foros, ni los caminantes que bordoneaban por los caminos podrían acudir al reparto patriarcal de la sopa. Y no era eso lo peor: Dios sabe qué usureros volterianos, sin caridad y sin conciencia, se repartirían aquellos despojos, para llevar la disolución y la impiedad a las gentes creyentes». Dos grandes amores tenía Casariego: la causa tradicionalista y la marina romántica. Una vez más, intenta aunar a ambas. Por gusto de Casariego, las guerras carlistas hubieran ganado en el mar. Pero fueron guerras de tierra adentro, de montañas y valles.
La Nueva España · 8 de diciembre de 2001