Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Viajeros gastrónomos

El aislamiento de Asturias es la causa del problema de los abastecimientos, que podemos considerar como endémico. A causa de él, la región se encuentra condenada poco menos que al monocultivo. Y aunque la llegada del maíz, a comienzos del siglo XVII, supuso un refuerzo en la alimentación, a principios del siglo XVIII fray Toribio de Pomarada arremete contra el abuso del «maizón», que, según él, era la causa principal de la decadencia de Asturias y de sus gentes, antes sanas y saludables, y por el maíz, raquíticas y mezquinas.

Con lo que parece que el bueno de Pomarada le da la razón al P. Luis Alfonso de Carvallo, quien, en sus «Antigüedades y cosas memorables del Principado de Asturias», señala a la asturiana como tierra de abundancia, poco menos que versión cantábrica del paraíso terrenal. Nunca hubo tal. Más de acuerdo con la realidad de su época, el doctor Casal y Feijoo describieron la menguada dieta del labriego. «Su alimento es un poco de pan negro, acompañado o de algún lacticinio o alguna legumbre vil, pero en tan escasa cantidad que hay quienes alguna vez en su vida se levantaron saciados de la mesa», escribe Feijoo.

Tan sólo Alonso Bernardo Rivero y Larrea, el autor de «El Quixote de la Cantabria», considera favorable la situación de Asturias, por su proximidad con Francia, con optimismo bobalicón propio de eurócrata: «Los caballeros cántabros, señor mío, tienen en su casa trigo, y trigo bueno; para el común de las gentes hay varios géneros de sustentos; por la Andalucía, las Castillas, Mancha y la Alcarria, si faltan el vino, el trigo y el aceite, se verán precisados a aplicarse como todo pobre, y por allá tenemos un sinnúmero de frutas, queso, manteca, carne, pescado, y estando como estamos en la costa del océano, podemos decir que somos vecinos de la Francia, de la cual, si en algún año fatal de hambre hubiese que venir a estos reinos del socorro, los que habitamos en tan mala tierra habíamos, primero que ustedes, los de Toledo, de remediar el hambre». Pura palabrería, porque en los siglos XVII y XVIII, Asturias no recibió de Francia otra cosa que piratas, que asolaron sus costas, empobreciéndola aún más. La insinuación de la abundancia de Asturias, en la línea del P. Carvallo, no se atiene a la realidad. No obstante, conviene reparar en algo de que nos informan estas pocas líneas: que en la Asturias del siglo XVIII, al menos en la mesa de los caballeros, era estimada la cocina mediterránea, sobre la base de trigo, vino y aceite, quedando la manteca, como ahí se dice, como recurso en caso de que falte el aceite. El mismo sentido tendría la sidra, sustituyendo al vino, y la escanda, y posteriormente el maíz, haciendo las funciones del trigo.

Con lo que puede deducirse que la cocina mediterránea se imponía en las mesas de los caballeros, en tanto que la cocina autóctona, tan parecida a la centroeuropea, sobre la base de grasas animales y bebidas alcohólicas no procedentes de la vid, quedaba para las clases populares.

Lo cierto es que, de acuerdo con los testimonios de viajeros que recorrieron algunas zonas de Asturias, y a quienes podemos calificar como gastrónomos, dado que prestaban atención, con conocimiento, a la comida, como Laurent Vital o Joseph Townsend, se prefería el vino, y Townsend se refiere a la sidra sólo por considerarla parecida, aunque inferior, a la inglesa. Cuando Carlos de Gante desembarca en Villaviciosa, cena, lo mismo que su séquito, una tortilla de carne de cerdo.

Al día siguiente, los gobernadores de la villa le ofrecen varios pellejos de vino, doce cestos de pan blanco, seis vacas y veinticuatro corderos; también le dan una corrida de toros (espectáculo que se repetirá en Ribadesella, Llanes y San Vicente de la Barquera). A don Juan Uría le extraña que Vital no mencione en su relación la gaita ni la sidra. Tampoco la fabada, porque por aquel entonces no se la conocía; de modo que los tres pilares de la asturianidad, la sidra, la gaita y la fabada, eran ignoradas en la Asturias del siglo XVI.

En cambio, eran habituales el vino, el pan de trigo y las corridas de toros. En Llanes el rey vuelve a presenciar una corrida de toros y más de ochenta de sus acompañantes se pusieron enfermos «al beber vinos fuertes de esta tierra». A lo que exclama González Cremona: «Toros y vino... Carlos ya estaba en España». En este sentido, Pedregal especifica la importante cantidad y variedad de vinos desembarcados en el puerto de Llanes en el siglo XVI.

Tanto Vital como Townsend, con dos siglos y medio de distancia, coinciden en señalar el desabastecimiento de Asturias. Townsend no encuentra en Somiedo carne, huevos ni vino, apuntando que «la carne y el vino son delicadezas que rara vez prueban sus habitantes».

A esto se añade la dejadez del asturiano, indicada por Borrow, el cual, queriendo probar las afamadas avellanas de Villaviciosa, sólo las encontró malas, y después de hacer diversas gestiones para adquirirlas. Porque, le dijeron, las avellanas se enviaban a Inglaterra, y en Villaviciosa no se servían, aunque las quisiera un inglés.

La Nueva España · 5 de enero de 2002