Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Emilio Olávarri

Emilio Olávarri llevaba mucho tiempo enfermo. Yo preguntaba por él a personas que le conocían, y una de éstas, sin duda influida por el hedonismo socialdemócrata de los nuevos tiempos, me comentó con sorpresa la entereza con que soportaba la enfermedad; y es que hoy, con el aferramiento a lo efímero, se ha perdido hasta el sentido de la enfermedad. La gente ya no quiere saber morir: prefiere que la maten. Decía Santiago Melón que si para algo sirve la cultura es para enseñar a morir. Hoy, muy por el contrario, se habla del «derecho a morir con dignidad», del mismo modo que se habla del «derecho sobre el propio cuerpo», para justificar tanto la eutanasia como el aborto. Se crean, por tanto, demasiados derechos, incluso sobre cuestiones sobre las que no se pueden tener derechos. Pero así va la sociedad laica y hedonista y así irá hasta que aguante. La medicina parece haber sustituido a la religión, sin entender que ambas pueden ser complementarias: donde fracasa la medicina todavía tiene mucho que hacer la religión. Emilio Olávarri demostró, muriendo, que la religión enseña (algo que es de índole superior a «dar derechos» ) a morir con dignidad.

Muere Emilio Olávarri casi al mismo tiempo que la archidiócesis de Oviedo cambia de arzobispo; y con él acaba un rango eclesiástico y literariamente ilustre, el de canónigo magistral de la catedral de Oviedo: ni más ni menos ocupaba Emilio Olávarri el mismo cargo que tuvo Fermín de Pas en la Vetusta decimonónica y, paralelamente, es decir, en la realidad, José María Cos y Macho, que llegaría a alcanzar los mayores rangos en la Iglesia y en la política, y de quien reconocía Clarín que había tomado rasgos para trazar su personaje, aunque «sólo para lo bueno». El mundo cambia, aunque sólo sea de nombres: desaparecen los canónigos magistrales, desaparece la peseta... ¿A qué viene tanto cambio, digo yo? Y al tiempo que desaparece un cargo histórico, que además no depende del erario público, se multiplican los funcionarios. De todos modos, la Iglesia de Oviedo puede sentirse satisfecha, porque su último canónigo magistral fue un hombre ilustre: buen sacerdote, sabio de prestigio internacional y un gran vasco y, en consecuencia, un excelente español.

Se jubila don Gabino Díaz Merchán, un hombre fundamental en la historia de la Iglesia española del siglo XX y en el último cuarto de siglo de historia asturiana. Hombres como él no deberían jubilarse, y la Iglesia y la sociedad no deberían permitir que se perdieran en el silencio o en el ostracismo esa capacidad de gobierno, de decisión, de paciencia y de tolerancia acumulada durante tantos años de regimiento de la archidiócesis. Tampoco deberían morirse hombres como Emilio Olávarri, porque hacen falta aquí. Un cura «sale del armario», seguramente porque también tiene «derecho a su cuerpo», y se revuelve el gallinero nacional. Los mismos que ahora defienden el «derecho» de los estudiantes a no estudiar y a ser unos perfectos ignorantes con título, también critican la intolerancia de la Iglesia porque no permite a determinados curas hacer lo que les dé la gana. Aunque estos curas no sean los peores. Peor es el cura especulador, el blanqueador de dinero, el cortesano de los ricos, el que convierte su parroquia en sucursal bancaria: si un domingo bajara Jesús a ese templo es seguro que expulsaría de él a este tipo de clérigos a zurriagazos, como expulsó a los mercaderes del templo de Jerusalén.

Faltan hoy personas con ideas claras y amor a su vocación. Olávarri poseía ambas virtudes. De estricta formación teológica y universitaria, formado en Insbruck y en el Instituto Bíblico de Roma, se sentía tan a gusto dando sus clases en el Seminario Metropolitano de Oviedo, como dirigiendo el Instituto Español de Jerusalén, como descifrando los manuscritos del mar Muerto, como participando en excavaciones arqueológicas en Palestina, Transjordania y Jordania. Pero no se limitaba a ser un sabio escriturista, un erudito bíblico, un arqueólogo, sino que era además un hombre de muy amplia cultura y de variadas inquietudes. Muchas veces quiso impulsar la recuperación del monasterio de Obona, pero «habló en el desierto». Yo le conocí en los días azarosos de la transición, y, poco más tarde, cuando colaboró activamente con la Plataforma para la Defensa del Patrimonio Cultural y Artístico de Asturias. Carlista de don Carlos Hugo, alguna vez me confió que no estaba muy conforme con la política de Zabala, el secretario general; no le faltaban razones para el recelo. Cierta noche estábamos varias personas reunidas en casa de Ramón Cavanilles, entre ellas un político «laico», por así decirlo. Éste, al saber que Olávarri era cura, le preguntó: «¿Y cree usted en el demonio?». «¡Claro que creo!», contestó Olávarri. «¿Hablará en broma?», aventuró el político. Y el canónigo fue rotundo: «¡Con ciertas cosas no se bromea!». Así era Olávarri.

La Nueva España · 24 de Febrero de 2002