Ignacio Gracia Noriega
Asturias y los toros
Circula el tópico, antiguo y muy extendido, de que en Asturias, y en general, en las provincias del Norte, no hay toros ni afición taurina. Y muchos se ufanan de esto, deduciendo que, por tanto, el Norte de España es más «progresista».
Entre los antitaurinos asturianos figura en primer lugar Jovellanos; porque el primer lugar debe reservársele en todo. Pero, al no celebrarse en Asturias demasiadas corridas, es preciso reconocer que los antitaurinos de aquí no son tan militantes ni tan virulentos como los de otras latitudes; podríamos denominarlos «antitaurinos estacionales».
El poeta llanisco José García Peláez, «Pepín de Pría», también se alineaba, a comienzos del siglo pasado, con los antitaurinos, desde las páginas de «El Oriente de Asturias».
Mi antiguo e ilustre amigo Jesús Evaristo Casariego, autor del libro de título más «políticamente incorrecto» que encontrarse pueda, «Romances modernos de toros, guerra y caza», afirmó en reiteradas ocasiones, oralmente y por escrito, la antigüedad de los festejos taurinos en Asturias, llegando a señalar que los hubo en esta tierra antes que en ninguna otra de España. No todo lo que escribió Casariego debe ser tenido por dogma de fe. Sobre todo si anda Luarca por medio, ya que, según él, marinos luarqueses llegaron a incendiar Londres, navegando Támesis arriba.
En lo que a Asturias se refiere, Casariego acude incluso a un episodio maravilloso para probar que «el espectáculo y arte de lidiar reses bravas era inmemorial en Asturias», recordando «aquel toro milagrero que se negó, a finales del siglo X, en una plaza de Oviedo, a embestir al calumniado obispo Ataúlfo II de Compostela; y es más, castigó a cornadas a los calumniadores y dejó humildemente sus pitones en manos del buen prelado injustamente perseguido. Este suceso taurino-judicial, especie de juicio de Dios, está recogido en la crónica del obispo don Pelayo de Oviedo, de principios del siglo XII, y fue muy divulgado después por las tan extendidas historias de «Tudense y el Toledano»». El obispo Pelayo, de Oviedo, era tan fabulador como don Jesús Evaristo Casariego. Esta leyenda piadosa no prueba mucho, salvo que, a finales del siglo X, no resultaba sorprendente que un toro bravo actuara como verdugo en una plaza de Oviedo. Si se empleaba a los toros en esos menesteres, forzosamente tenían que encontrarse a mano, en los campos próximos, pues sería incongruente, además de costosísimo, tener que ir a las otras vertientes de los «montes firmísimos» en busca de ellos. Y en las leyendas milagrosas, ya que se relatan sucesos en principio poco verosímiles, se procura que cuando menos los elementos circunstanciales tengan verosimilitud. Con esto quiero decir que el toro bravo tenía que ser un animal familiar para el obispo Pelayo, y no fabuloso, como podrían serlo el dragón o Leviatán.
Y dejando atrás la historia fabulosa, vayamos a la «Crónica General» que mandó hacer Alfonso X, en la cual se refiere que, con mucha anterioridad al sucedido milagroso del obispo Ataúlfo, en el año 815, el rey Alfonso II el Casto convocó Cortes en Oviedo, «e mientras que duraron aquellas Cortes lidiaban cada día toros e bofordaban de cada día e facían muy grandes alegrías». Con toda probabilidad, ésta es la primera mención de corrida de toros que registra la historia de España. Posteriormente, hay noticia de que cuando el rey Alfonso VI hizo un viaje a Oviedo en 1075, en el curso del cual fue abierta el Arca Santa de la Catedral, igualmente se «corrieron toros», interviniendo en el festejo Rodrigo Díaz de Vivar, más tarde conocido como el Cid Campeador, que venía con el séquito del rey. Encontramos noticias documentadas de corridas de toros a lo largo de la Edad Media, sobre todo a partir del siglo XV, y en el siglo XVII, abundantísimas. «La constancia de corridas de toros en la Asturias medieval no ofrece dudas», resume Casariego, «y las celebradas, sobre todo a partir del siglo XIII, debieron ser numerosas, pues los novillos tenían lugar en las fiestas y conmemoraciones de los pueblos. En el siglo XVI tal festejo resultaba imprescindible en las poblaciones de alguna importancia».
De esto último poseemos un testimonio irrecusable, el relato del desembarco y primer viaje del futuro rey Carlos I por España, hecho por su cronista, Laurent Vital. Como es sabido, Carlos de Gante, que más tarde sería Carlos I de España y V de Alemania, pero que todavía no lo era, vino a España en 1517, a tomar posesión de la corona, herencia de su abuelo, Fernando el Católico. La armada real partió de Flesinga en dirección a Santander, pero vientos contrarios la desviaron hacia las costas asturianas, por lo que los pilotos, vizcaínos y buenos conocedores del mar Cantábrico, «quedaron muy avergonzados», según apunta Laurent Vital. Dado el mal estado de la mar, el rey desembarcó en Villaviciosa, en Puente Huetes (y no en Tazones, como equivocadamente se dice) con parte de su séquito, mientras el resto de los cortesanos continuaron a bordo de las naves hacia Santander, adonde llegaron al cabo de dos días. El viaje por tierra del futuro rey fue más azaroso. El desembarco en Villaviciosa se produce al atardecer del día 19 de septiembre; al día siguiente era domingo, y los gobernadores de la villa fueron a hacerle reverencia, llevándole como regalos seis vacas, veinticuatro corderos, doce cestas de pan blanco y varios pellejos de vino. Y al otro día, «el 21 de dicho mes», refiere Vital, «los de la villa, para distraer al rey y a las damas, hicieron una corrida de toros delante del alojamiento del rey, cuyos toros le hicieron pasar un buen rato, porque eran muy fieros y se defendían bien; mas, para dar fin a esta diversión, fueron desjarretados a fuerza de espadas, y, finalmente, muertos». Ésta es, sin duda alguna, la primera referencia a las corridas de toros salida de la pluma de un autor extranjero; con lo que Laurent Vital se convierte, de este modo, en el precursor de Merimée, Hemingway, Mohtherlant y Jean Cau.
Continuando su viaje hacia el Este, Carlos, que con el tiempo llegaría a ser un buen aficionado, según nos cuenta Zapata de Chavews (llegó a alancear un toro fiero, que recibía el muy apropiado nombre de Mahoma), presenció corridas de toros en Ribadesella, Llanes y San Vicente de la Barquera.
De todas estas corridas presenciadas en la cornisa cantábrica, al de Llanes es la que está descrita con mayor meticulosidad. Vital describe cómo era el ruedo («se escoge una plaza amplia y espaciosa para mejorar la diversión y correr los toros, cuyo lugar se cierra para la seguridad de los espectadores y preservarlos de los peligros que les podrían ocurrir» ), quiénes eran los toreros («un gran número de rudos compañeros, a pie, todos con justillos para mejor correr y defenderse contra los dichos toros, teniendo cada uno espada en la mano» ) y qué hace el toro. Vital es buen observador y se fija en todos los detalles: señala que el toro «se muestra muy sorprendido de ver a tanta gente por todos lados, porque por todas partes adonde va encuentra el paso cerrado, y además, para engañarle más y enfurecerle, los compañeros le clavan banderillas de diez pies de largas, que tienen en el extremo una punta de hierro enfilada como una lezna». La faena termina dando muerte al toro, después de desjarretarle. En esta corrida, en la que hubo gran diversión, «los toros eran bravos, malos y valientes a maravilla, como lo demostraron luego después de haberse enfurecido, que hirieron a varias gentes, entre las cuales hubo un hombre puesto en peligro de muerte». Esta jornada taurina le hubiera encantado a Ernest Hemingway, quien, cuando iba a los sanfermines, entraba en una iglesia de Pamplona a rezar para que el vino fuera fresco, los toros bravos y los toreros, valientes.
En rigor, el relato de la corrida de Llanes por Laurent Vital es la primera «revista» taurina que se ha escrito. De modo que tenemos los siguientes datos incuestionables: la primera mención histórica de festejos con toros tiene lugar en Oviedo; la primera «crónica taurina» relata una corrida celebrada en Llanes. ¿Podrá negársele, en consecuencia, a Asturias, como se hace, tradición taurófila?
No nos extenderemos sobre otros testimonios. Bástenos recordar, relativo al siglo XVIII, el que figura en el cuestionario de Gil de Jaz, publicado con el título de «Timbres históricos de la ciudad de Oviedo», donde un anónimo informador señala que en Oviedo se celebraban varias corridas por el mes de septiembre y en otras fechas, «por una tradición que iba añadiendo fuerzas a las costumbres y tocando en una casi inmemorial tradición», añadiendo que en 1732 hubo dos corridas con un costo de mil pesos, cantidad muy alta.
Si hay toros, es normal que haya toreros, y lugares donde se celebren las corridas. Las plazas de toros de Asturias son, por orden de antigüedad, las de Gijón (1888), Oviedo (1889) y Llanes (1895).
En cuanto a los toreros asturianos, encontramos al banderillero Francisco de Diego Benigno, «Corito», de la cuadrilla de Mazzantini, y a quien acompañó a México en 1887. La lista desde los que actuaron en Villaviciosa hasta Rafael de Pelayo o Pepe Rosales es abundante. Sin pretender una nómina exhaustiva, citaremos a Antonio Argüelles, que, según Casariego, «fue matador de tronío y banderillero excelentísimo, cuyos pares ponían en pie las plazas; fue también muy conocido fuera del ruedo por sus amoríos y desplantes, y tuvo un hermano llamado Esteban que fue novillero diestro y también muy notable en el arte de poner rehiletes».
En la época de Fernando VII destacó Roque Miranda, «Rigores», que tuvo dos hermanos banderilleros, Juan y Antonio, apodado este último «el Asturiano». Andrés Infiesta es, según José María Lorenzo, el primer gijonés que vistió el traje de luces; actuó como banderillero en Sevilla, Orán, Madrid, Aranjuez, Gijón y Oviedo, falleciendo en 1893 de resultas de haberse dado un fuerte golpe contra una barrera, lo que agravó la enfermedad pulmonar que padecía. Por su parte, Rufo Fernández, «el Barbián», también de Gijón, fue banderillero, novillero y peón de brega, a caballo entre los siglos XIX y XX.Tres matadores de alternativa registran las crónicas: José Antonio Suárez Iglesias, nacido en Oviedo en 1828; Severino Díaz Busto, «Praderito», nacido en Gijón hacia el año 1887, de efímera carrera, truncada trágicamente en 1920, pero no de una cornada, sino de un tiro de revólver que le disparó su empresario en la terraza del café Lion d'Or, cuando le fue a reclamar beneficios. Y Bernardo Casielles, el más importante de todos, pues toreó en casi todas las plazas de España y México, alternando con Joselito, Belmonte, Sánchez Mejías, Pablo Lalanda, Gaona y otros muchos. Incluso llegó a insinuarse una cierta competencia entre él y Belmonte, a la que alude el revistero Francisco Ramos de Castro en estos versos:
Los belmontistas están hechos
totalmente unas furias,
porque, comprendiendo van,
que derrotará a don Juan
el don Belmonte de Asturias.
Cuando murió, en la residencia de ancianos de Colmenar Viejo, el 9 de mayo de 1983, ocupaba el decanato, tanto de edad como de antigüedad de los espadas de alternativa.
Su hermano Miguel Casielles fue novillero y banderillero, pero una cornada puso pronto fin a su carrera en la plaza de Madrid.
No puede quedar sin mención Julián Cañedo, caso excepcional de aficionado que bajaba a los ruedos a torear de corto. Tan notable con la pluma como con el estoque, podía enfrentarse en «mano a mano» en las páginas de «ABC», principalmente, con Ramón Pérez de Ayala, José María de Cossío, Antonio Díaz Cañabate y Gregorio Corrochano.
Este texto es un extracto de la conferencia que el escritor José Ignacio Gracia Noriega pronunció en Oviedo, con motivo de las Jornadas taurinas que organizó la Peña Julián Cañedo.
La Nueva España · 05 de marzo de 2002