Ignacio Gracia Noriega
Una teoría del toreo
Julio García Braga me escribe, alegrándose del buen resultado de las conferencias que celebra anualmente en Oviedo la peña taurina «Julián Cañedo», tanto en el aspecto de asistencia de público como en el cultural. Esfuerzos como éste contribuyen a desterrar el tópico de que los asturianos en particular, y los españoles del Norte en general, son totalmente ajenos a las inquietudes y aficiones taurinas. Hemos citado a aficionados asturianos tan característicos como Ramón Pérez de Ayala y Sebastián Miranda, y nada digamos de Julián Cañedo, aficionado «práctico» (es decir, que practicaba su afición, bajando a los ruedos a torear de corto). Y, vecinos de Asturias, los santanderinos José María de Cossío y Gerardo Diego fueron, respectivamente, el autor del monumental tratado sobre los toros que ha pasado a llamarse con el apellido de su autor, el «Cossío» (como, en el s. XVII, la «Diferencia entre lo temporal y lo eterno», del P. Eusebio Nieremberg, era el «Eusebio» ), y Gerardo Diego es, dentro de ser un enorme poeta, un gran poeta taurino. El propio don Marcelino Menéndez Pelayo observó: «La tauromaquia es una terrible y colosal pantomima de feroz y trágica belleza, en la que se dan reunidos y perfeccionados los elementos estéticos de la equitación y de la esgrima, así como la ópera produce juntos los efectos de la música y de la poesía». Por su parte, el gallego Ramón del Valle-Inclán afirmaba que el teatro español recuperaría su grandeza cuando alcanzara el aliento trágico de la fiesta de los toros.
Sobre las relaciones entre los toros y las diferentes artes se ha hablado y escrito mucho. Cuando en 1979 le preguntaron a Caballero Bonald cuál había sido el acontecimiento cultural del año contestó que un quite de Rafael de Paula en la plaza de las Ventas. Pero si bien los toros inspiraron a muchos poetas, novelistas, ensayistas, escultores, historiadores, pintores y músicos, lo cierto es que apenas hay teóricos de la fiesta. Como si el aficionado, tan interesado en los aspectos históricos y aun anecdóticos, relegara la teoría a un lugar secundario. «La Tauromaquia» de Pepe-Illo es fundamentalmente descriptiva; y por ese camino van las otras tauromaquias que se escribieron posteriormente. Sin embargo, los toros constituyen un grandioso espectáculo en el que la tradición y el ritual se funden y armonizan. La tradición es la Historia, evidentemente; pero el ritual pertenece al orden religioso, y, a través de él, al filosófico. Así lo ha visto claramente Gustavo Bueno en su gran libro «El animal divino», donde se afirma que, cuando se domestica a los animales, se mata a los dioses. ¿Qué ocurre, pues, cuando no se domestica al animal, sino que se le mantiene fiero para su sacrificio ritual, y ese animal no es otro que el toro, «animal divino» ? La cuestión es de una complejidad realmente extraordinaria.
De los grandes filósofos españoles del siglo XX, Unamuno era antitaurino y Ortega y Gasset, taurófilo. Unamuno, en su taurofobia, se ponía de parte del toro. En cambio, Ortega y Gasset escribió: «Siempre sentí como algo penoso e indebido que se hubiese estudiado con el mismo rigor de análisis (a la fiesta taurina) que cualquier otro hecho humano, éste que es de muy sobrado calibre. No es, pues, cuestión de afición o desafección, de que parezca bien o parezca mal este espectáculo tan extraño. Cualquiera que sea el modo de pensar sobre él, no hay más remedio que esclarecerlo». Y añade, pasando a lo concreto: «La desatención de los demás intelectuales hacia los toros es criticable, porque esta fiesta ha hecho felices durante mucho tiempo a los españoles, ha empapado sus conversaciones y su vida. Ha inspirado arte pictórico, desde Goya, poesía, música. Sin embargo, ningún español ha pensado sobre este hecho, y no ha cumplido la misión del intelectual, que es hacerse cuestión de lo que no lo parece».
Seguramente, el último poeta culto fue Alberto Lista. Los románticos y los modernistas (los poetas de la Restauración no tenían aspecto de ser poetas que leyeran poesía), al fiarse de la inspiración y del sonido, no necesitaban de otra cosa. Los que leían, leían poco, leían mal y leían a malos poetas. Nunca pasaron, tanto románticos como modernistas, de ser unos afrancesados de segunda fila, más interesados por lo externo de las palabras que por el significado. El modernismo pesó como una losa sobre los tres poetas asturianos que he citado. Leyendo a Rubén, a Chocano y a Salvador Rueda o a Villaespesa, no se puede llegar muy lejos; más vale no leer nada. En el mundo marino y aventurero de Uncal también se percibe un aroma a Blaise Cendrars y a Pierre MacOrlan. Esto le otorga un cierto encanto, aunque las referencias literarias a Del Río Saiz, a Kipling y al pasado británico, son más sólidas.
Y, sin embargo, aunque parece que Ortega está pidiendo a gritos una teoría del toreo (y también que es él el más adecuado para establecerla), lo cierto es que no la hizo, sus escritos taurinos tienen carácter circunstancial y disperso (posteriormente recogidos en «Sobre la caza, los toros y el toreo» ), y su anunciado libro «Paquiro o de las corridas de toros», quedó sin escribirse. No obstante, la teoría del toreo (o una teoría del toreo, si se prefiere) ha sido abordada con rigor por Gustavo Bueno, que se refiere a los toros como partes de su teoría de las ceremonias, y sobre todo, en el prólogo a «Los dioses olvidados», de Alfonso Fernández Tresguerres, obra subtitulada «Caza, toros y filosofía de la religión», publicada en Oviedo, por Pentalfa, en 1993. Escribe Bueno en el referido prólogo: «Gracias a Tresguerres la obligada teoría de la caza y los toros ha logrado remontarse, alcanzando un nivel tal que hará intolerables cualesquiera otros cursos de pensamiento que discurran por niveles más bajos». De este modo, si la primera «revista taurina» se escribe sobre Asturias (L. Vital), la primera teoría rigurosa se hace en Asturias.
La Nueva España ·19 de abril de 2002